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viernes, 13 de noviembre de 2020

NOTAS DE ANTOFAGASTA. MARIANO LATORRE

Es claro que Antofagasta tuvo un comienzo (un inicio, un poblamiento. 1866), pero muy pocos conocen a la gente que pobló esta tierra y que nos brindó un regalo único, una maravillosa identidad de desierto, de esfuerzo, de gallardía y de indómito carácter.

El que llegó a estas tierras (luego de viajar cientos o miles de kilómetros) no vino por una promesa vana (míseras dádivas) o por un espacio en el cielo.

El hombre y la mujer que llegaron a este terruño venían a forjarse un porvenir basado en su propio esfuerzo.


¿Cuándo se acabó aquello? ¿Cuándo nos venció el centralismo? ¿Habrá sido en los tiempos cuando las autoridades (electas o impuestas) dejaron de pensar en región y se entregaron a sus propios intereses políticos y/o partidistas? o tal vez cuando los locales (Los antiguos antofagastinos) se fueron al descanso eterno y dejaron (en su lugar) a la nuevas generaciones, e inclusive, algunos aseguran que esto sucedió cuando las mineras prefirieron a los foráneos por sobre nuestra gente sin que nadie levantase la voz, etc, etc, etc.

Independiente de lo anterior, nos cambiaron, nos hicieron olvidar nuestra historia y nos hicieron creer que siempre hemos sido parte (sumisa) de la estrella unitaria (una sola bandera).

Sin los antiguos, sin nuestra identidad y sin historia - por la cual sentir orgullo - solo queda lo que hoy vemos.

Oleo de la primera Municipalidad. 

Presente en el Museo Regional de Antofagasta


Pero vamos con los que saben, vamos con la historia.



MEMORIAS Y OTRAS CONFIDENCIAS

De: Mariano Latorre


NOTAS DE LA COSTA NORTE 1971


No es la costa que se extiende desde Arica a Caldera la verdadera costa de nuestro país.

Los cerros de la cordillera del litoral, en la costa central de Chile, aunque ásperos y pobres, se visten a la llegada de la primavera de un tapiz de risueños verdores que salpica la policromía de miles de flores anónimas y hasta las rocas, hundidas en el mar, las decoran aceitosas y movibles trolas de cochayuyos o la masa verde de los luches o luchecillos, paraíso de corvinas y cachambas (Lisas).

La costa norte fue poblada casi en su totalidad por chilenos, venidos de todas partes, especialmente de Atacama y Coquimbo.

Su entrada a la vida civilizada es la expansión natural de una raza fuerte y dominadora.

El precoz florecimiento de sus puertos principales, sobre todo Antofagasta, se debe al músculo del minero, desprejuiciado y audaz, a la resistencia broncínea del barretero y el desripiador pampino y a la pupila de águila del cateador que recorrió las huellas del desierto y la cordillera y supo encontrar la riqueza, prendido a su pupila alucinada un retazo de espejismo, y en el corazón un temple de voluntad más rico que los mismos metales descubiertos.

Al servicio de capitales chilenos, primero y de extranjeros más adelante, la potencia inagotable de nuestra raza creó la riqueza y atrajo hacia esas zonas el comercio del mundo, como las ciudades del sur, al derribar la selva secular, fueron hijas del hachero criollo, emigrado de Chillán, Llanquihue y Chiloé en busca de un trozo de tierra que la suerte le negó en su calidad de inquilino.

Un sucederse de cerros muertos, fantásticamente policromados de verde, rojo y azul, es la costa del norte hasta las cercanías de Coquimbo.

En vano un sol bruñido y siempre presente, aloja las deshollejadas jorobas con las lloviznas de oro de sus rayos.

Salvo en los oasis del interior, Pica y Chiu-Chiu, la tierra no responde al agobio fecundador de su luz.

Gris en las camanchacas matinales, de una rojez de greda quemada en la limpieza de los prolongados atardeceres, dormitan esos cerros, en cuya entraña se han cuajado los metales más ricos de la tierra sin que turbe su modorra el más mínimo signo de vida.

El vuelo blanco de gaviotas y garumas y el lento desfile de los alcatraces a lo largo de la costa, pone allí una nota de movimiento y el mar barnizado de sol, hirviente de peces, es más acogedor y menos hosco que ese muerto encadenamiento de ondulaciones, chorreadas de sal

Antofagasta, próspera y moderna, es un oasis civilizado en medio de cerros abruptos y colinas minerales. Es como el espejismo del cateador y del dinámico industrial que se unió a él.

Ingleses, yugoslavos y norteamericanos vinieron después, cuando la población ya vivía rica y floreciente, preñada de porvenir.

Sus capitales, sus máquinas y su esfuerzo no es posible negarlo, germinaron en el terreno, ya preparado por nuestra raza en tiempos anteriores, con la sangre de su cuerpo y la energía de su espíritu.

Caleta de la Chimba se la llamó en los primeros tiempos y, sin embargo, su soledad y su esperanza modelaron la extraordinaria figura de aquel chileno, Juan López, el chango López, su fundador, su primer habitante y su primer industrial, al descubrir las guaneras del Morro de Mejillones.


Oleo de López. Museo Regional de Antofagasta

Había en López un inagotable espíritu de acción. De las mejores substancias de nuestra raza estaba formado. Fuerza física y entereza constituían sus características de luchador. La adversidad no lo amedrentó jamás. Así, al no encontrar ni guano ni minerales en la costa que va de Cobija a Antofagasta, no titubeó en embarcarse para las guaneras del Perú a ganarse la vida.

Y además un soñador, enamorado del desierto, que ponía alas a su dinamismo siempre activo.

Hay un instante en que, vencido, se vuelve al sur. Pero inesperadamente la imaginación enciende de nuevo su voluntad dormida y Juan López se establece para siempre en la playa de Peña Blanca o Caleta de la Chimba.

Su ensueño se ha tornado realidad, de improviso. El cobre del Salar del Carmen descubre su escondido tesoro. Se instala en un rancho de carrizo y en la playa misma. Cuatro burros de su propiedad llevan el mineral hacia la costa y en un bote, El Halcón, así se Llamaba simbólicamente, los embarca a las fundiciones de Cobija o del sur de Chile.

Más adelante se asocia con don José Santos Ossa, el fundador de la industria minera de Antofagasta, que aprendió mucho del chango López, maestro de mineros, primer habitante que fundó su edificio, como el dicta a un amigo al referirse a Antofagasta.

En don José Santos Ossa había, como en López, un hombre práctico unido a un visionario, aunque de superior calidad intelectual.


José Santos Ossa. Recreación de Caminantes del Desierto.


La aventura era su atmósfera habitual, su razón de vivir, pero poseía al mismo tiempo el concreto sentido .de la organización.

En lucha contra la puna y contra la sed logra, finalmente, dominar a esa bestia callada y trágica que es el desierto.

Así nace la Sociedad Explotadora, cuna de la industria chilena en Antofagasta.

Largas filas de carretas comienzan a llegar a la playa del chango López, repletos sus vientres del salitre de la Pampa. Las carpas de sacos parchados de los primeros habitantes se estabilizan en casas de madera y calamina.

Al salitre hay que agregar la plata de Caracoles que hace nacer al puerto, llamado ya Antofagasta en 1870, de una palabra quechua que quiere decir Pueblo del Salar Grande.

En sus comienzos el pobre caserío de Antofagasta fue minero. Recuerda a San Francisco de California, la tierra del oro, por la calidad de sus primeros pobladores, mezcla de aventureros o bandidos y hombres de acción.

Imágenes del antiguo Antofagasta


Así como el jinete y las diligencias, tiradas por varias parejas de caballos, fueron la típica nota de San Francisco, pintado por Bret Harte, la carreta de enormes ruedas, conducida por mulas y el carretero, audaz piloto del desierto, constituyeron la característica de los tiempos heroicos del puerto salitrero.

El roto enganchado en el sur no volvió ya a su tierra. Se transformó en un colonizador audaz, embriagado a veces por la cuantía de sus salarios que lo convirtió en un gran señor de cadena de oro y ojotas.

La atmósfera se prestaba para ello. Todo lo que había en potencia en su naturaleza elemental, apagada por el inquilinaje, sufrió en este ambiente, en desbordado impulso de vida, de irreflexión, de energía poderosa salida repentinamente de madre. Los gestos fanfarrones, desafiantes, típicos de su origen andaluz. Fajos de billetes echados sobre el mesón de la cantina. El corvo “pelado” al menor ademán agresivo. El barril de cerveza que se compra de antemano y que él bebe impertérrito en el dedal de su china, olvidado en el bolsillo de su chaqueta, como en la tragedia alcohólica, en un arranque impulsivo muerde el cartucho de dinamita que despedaza su cráneo en mil trozos sanguinolentos.

Y como una evasión lógica de una raza fuerte, aparece el bandido. El Chichero, entre otros, humilde vendedor de chicha de jora, que en un momento dado se rebela contra el patrón y se echa al desierto, asalta los retazos de carretas, amarrando, como en California, a carreteros y pasajeros, a quienes roba alhajas y dinero. Y como el Chichero, muerto por la policía en las cercanías de Chañaral, el Colorado y Bruno Guerra, célebres en las épocas heroicas de Antofagasta.

Cuando la etapa minera, base de la población, empieza a decaer, la salva de su ruina el salitre que despereza a la ciudad y la hace subir de golpe al máximo de importancia por su población y por la belleza de sus edificios.

Durante algunos años, fue la tercera ciudad de la República, disputando esta categoría a Concepción, la ciudad universitaria.

Plaza Colón de Antofagasta

Los habitantes tuvieron por ella un cariño casi humano, algo así como una pasión morbosa.

Decoraron fastuosamente sus edificios con la prodigalidad del hombre que se enriquece de improviso. Crearon jardines y avenidas, formando terreno vegetal con tierra fértil del sur, donde había piedras y colinas esteparias.

Una muchedumbre febril deambulaba por sus calles y llenaba sus paseos y restoranes.

Hombres recién desembarcados de veleros y vapores de todo el mundo, tozudos alemanes, ágiles ingleses, franceses gesticuladores, yanquis de soberbia contextura y laboriosos yugoslavos.

Oleo de Antofagasta presente en el Museo Regional


Y en los muelles pululantes, entre chirridos de grúas y silbatos de remolcadores, cobrizos rotos, al hombro sacos de salitre, trasladaban la riqueza del desierto a las insaciables bodegas de los barcos, prodigiosa población flotante en la que fue desierta bahía del chango López.

Los extranjeros, sobre todo los norteamericanos, invirtieron ingentes capitales, no solo en la industria del salitre sino en minerales de cobre, como Chuquicamata, ciudad de hierro y electricidad, construida en pleno desierto de Atacama.

Y de improviso, la guerra europea.

El salitre, imprescindible materia prima, sobre todo en los explosivos adquiere un auge fabuloso.

Antofagasta y toda la zona salitrera ven llegar la riqueza, el fantasma de las alas de oro, como un espejismo del desierto, inasible un instante, que toma forma corpórea repentinamente.

Pero todo es ilusorio. Arriba la crisis como una parálisis repentina. Las grandes instalaciones de salitre sintético hacen competencia al salitre natural y esa prodigiosa actividad se apaga poco a poco. Empieza la agonía irremediable.

Dejarán de humear las chimeneas que animaban el desierto con la energía de la conquista humana. Sus fuegos, encendidos día y noche, se apagaron en las calderas centelleantes.

En largas filas abatidas, los obreros y sus familias emprenden el éxodo hacia los puertos. Grandes masas hambrientas, los cesantes, eran embarcados en las cubiertas de los buques para llevarlos a los albergues de Valparaíso y de Santiago.

En el desierto campamento de los pampinos quedaban los animales domésticos, gatos y perros, que volvieron, en medio del desierto, a la vida primitiva.

Muchos fueron ultimados a tiros por los guardianes de las oficinas. Otros, los más fuertes, huían hacia la Pampa, siguiendo la acogedora suavidad de los caminos. Sus esqueletos iban marcando la fortaleza de cada uno de ellos.

Antofagasta se despobló rápidamente. Era como un desangre, no estancado, de su vitalidad.

Obscuro es su porvenir como el de todos los puertos del norte.

Se tejen, en la desesperación, hipótesis halagadoras.

Quizás el ferrocarril que unirá el puerto con las provincias argentinas limítrofes aumente su comercio desfallecido. Quizá el azufre, del cual existen en Ollague inagotables sulfateras, sea su porvenir.

Incluso se ha pensado convertir a Antofagasta en el único puerto del norte, en desmedro de Iquique y demás puertos del desierto.

La misma suerte han corrido los hermanos menores de Antofagasta, Taltal y Chañaral, hijos igualmente del azar de las minas y del repentino crecimiento de sus calichales.

Hombres semejantes, hábiles cateadores, mineros vigorosos, industriales audaces, rotos de soberbio empuje, llevaron la prosperidad a esos puertos, hoy en agonía.

Solo el cobre subsiste de la antigua riqueza y así coma Chuquicamata sostiene en parte a Antofagasta, Potrerillos da vida a Chañaral, el último puerto del desierto.

La época heroica, la etapa de conquista, pasó para siempre. Algunas de sus bahías, Cobija y Caleta Oliva, al sur de Antofagasta, han desaparecido.

Paposo, que era el límite entre Chile y Bolivia antes de la guerra del Pacifico, es hoy una aldea conquistada de nuevo por los descendientes de los changos. Veinte pescadores viven donde fondearon veleros y vapores y se hablaron todas las lenguas de la tierra.

El tiempo, juez sin apelación, dictador irónico del destino de hombres y de pueblos, se complace en volver a las épocas primeras las regiones donde la ambición humana llevó su poderío.

El palacio suntuoso, iluminado por la electricidad, es hoy la choza del pescador, a quien alimentó el mar con sus mariscos y peces nunca agotados.

El ritmo precipitado de esa vida ha muerto. El aventurero, siempre dispuesto a la acción en todas las edades del mundo, emigró hacia las caucheras del Beni y del Brasil.

Solo resta el sedentario comerciante, el burócrata oficial, somnoliento ante el mostrador o el escritorio sin clientes y una masa popular que vive de los despojos de la pasada riqueza; pero la vitalidad creadora de la raza chilena no ha muerto. Solo duerme en espera de nuevas hazañas que realizar en el futuro cada vez más claro de nuestra tierra.


QUIÉN FUE MARIANO LATORRE



Nació en Cobquecura el año 1886.

Mariano Latorre fue un novelista chileno, principal representante junto con Marta Brunet de la corriente literaria llamada “criollista” en Chile. Dejó sus estudios de leyes por la pedagogía, y se recibió de profesor de castellano. Posteriormente dio clases de literatura en la Universidad de Chile, compaginando su labor docente con la actividad literaria, en la que, además de concebir sus propias creaciones, fue requerido con frecuencia para prologar las obras de otros autores y colaborar en revistas y diarios.

Durante treinta años recorrió todo Chile, documentándose respecto a las costumbres, paisajes, flora, fauna, indumentarias, entonaciones del habla, etc. Su obra bebió de la directa observación de la naturaleza, medio que conocía por sus continuas excursiones al campo. Ello le permitió desarrollar una literatura que destacó por una explícita presencia del naturalismo y del costumbrismo, como se apreció ya en su primer título, Cuentos del Maule (1912), libro de relatos en el que empezó a definirse el criollismo que predominó en toda su producción.

Otros títulos del mismo género son Cuna de cóndores (1918), Chilenos del mar (1929), On Panta (1935), Hombres y zorros (1937) y La isla de los pájaros (1955). Entre sus novelas destaca Zurzulita (1920), en la que la protagonista es la cordillera de los Andes, por donde desfilan una serie de personajes, como campesinos, pobres y seres marginados, víctimas de los poderosos elementos de la naturaleza. Otras novelas suyas son Ully (1923) y La paquera (póstuma, 1958).

En 1944, por sus méritos, laboriosidad y su gran contribución al conocimiento de las costumbres, lenguaje y marco natural patrio, le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura. Un año más tarde fue nombrado académico de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile. En el terreno de la diplomacia, Mariano Latorre fue agregado cultural en España, Argentina, Colombia y Bolivia.

En 1971 se publicaron sus ensayos, reunidos bajo el título de Memorias y otras confidencias. Libro del cual sacamos este extracto NOTAS DE LA COSTA NORTE 1971

Murió en Santiago el año 1955


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