Algunos tesoros ya son leyenda como el de Guayacán en Coquimbo, otros se han ido perdiendo inexorablemente en el tiempo como aquel del Gringo Loco en Arica y otros (los más) yacen en el olvido como los de Antofagasta, pero cada cierto tiempo, la llama del buscador de fortunas que va inmerso en los genes de cada uno de los chilenos y muy especialmente en los nortinos se aviva, especialmente en nosotros, los antofagastinos… Es el vívido sueño de la riqueza que se encuentra ahí, ahí…. Al alcance de nuestras manos. Solo debemos tener presente un detalle, al parecer los muertos custodian sus posesiones.
Alturas del Cerro Coloso. Antofagasta-Chile.
Permítanme entonces contarte una de aquellas historias que hablan de fortunas y riquezas dispersas por esta tierra y ….. Si aún quieres salir en su búsqueda, solo te diremos que está por atrás del Coloso, en alguno de sus escabrosos farellones. No lo olvides, en su entrada hay una barreta, es el indicativo que estás en el lugar correcto…
EL DERROTERO DE NARANJO
Don Isaac Arce Ramírez, En su libro “Narraciones Históricas de Antofagasta” nos cuenta.
Nicolás Naranjo, el famoso y desventurado dueño y descubridor del derrotero de oro de su nombre, hasta hoy ímprobamente buscado a lo largo de toda la costa de la zona, y especialmente en las inmediaciones de Coloso, en cuyo sector creen muchos está el sitio de su ubicación.
En efecto, en, 1806, en la plazuela del convento de San Francisco, de la ciudad de La Serena, con la venia del Cabildo, a vista de todos los vecinos, Naranjo acometió la construcción de un barco que debía destinarlo al comercio del congrio que se pescaba en abundancia en la costa de Atacama.
El buque debía llegar hasta el Perú, de donde traería, de retomo, los productos peculiares de ese país. El negocio prometía ser espléndido. Tanto las autoridades como los serenenses, sin distinción de clases, miraron con simpatía esta empresa que demostraba la entereza de carácter de Naranjo; y tanto fue así, que cuatrocientos soldados, por orden del Subdelegado Corregidor, y una multitud de oficiosos, transportaron la flamante embarcación, sobre ruedas, hasta la Cruz del Molino.
Esto ocurría el día de San Bartolomé, patrono de la ciudad, en que era de rigor la festividad o algarada conocida con el nombre de ALARDE GENTIL, con que los serenenses manifestaban su regocijo en honor del santo de su devoción.
Por fin, Naranjo se hizo a la vela con rumbo al puerto viejo de Caldera. Aquí vendió su barco, sin duda a buen precio, con la idea de adquirir después otro, si no mejor, al menos de mayores dimensiones. Excursionó la costa y el interior del desierto, donde se encontró con un indio sumamente extenuado por una larga y penosa enfermedad, a quien le suministró algunos medicamentos con los cuales el paciente se restableció por completo; y este, en compensación, lo llevó a un sitio donde sabía que existía una riquísima mina de oro, de aquí el origen del derrotero, según cuenta la tradición.
Viéndose poseedor de tan inmensa fortuna Naranjo desistió de su primitiva industria del congrio seco, por creerla demasiado insignificante ante la seductora expectativa que tan casualmente se le presentara.
En tal emergencia, regresó a La Serena en una pequeña embarcación, de propiedad de don Santiago Irarrázaval, del marquesado de la Pica, de la era colonial y se trajo en su maleta un bolsón de piedras que, beneficiadas, dieron por resultado diez libras de oro.
Había que explotar aquella riqueza con qué tan pródigamente le brindara el destino; y sin tiempo que perder, Naranjo alistó otra nueva embarcación, con las herramientas necesarias para los trabajos que debía acometer.
Invitó a su empresa, en calidad de mayordomo o empleado, a un amigo llamado Juan Pastenes, descendiente del almirante compañero de Pedro de Valdivia, y se convino en que el barco debía zarpar en la mañana del 25 de diciembre de aquel mismo año, 1806, con proa hacia el lugar del rico derrotero.
Ese mismo día, muy temprano. Naranjo llamó a la puerta de Pastenes para decirle que estaba listo para embarcarse; pero como fuera día de Navidades éste le contestó que iría a bordo después de haber oído la misa del Rosario, circunstancia feliz que lo libró de perecer en el naufragio en que, horas después, sucumbiría el intrépido Naranjo.
Oída su misa, Pastenes se trasladó al puerto; pero ya el buque navegaba viento en popa rumbo al norte. A poco andar, y en la misma bahía de Coquimbo, empezó a inclinarse de costado, tal vez por mal estiba de la carga, y frente a la Punta de Teatinos, el débil barquichuelo se fue por ojo, ahogándose ocho hombres de la tripulación y el propio don Nicolás Naranjo.
Consecuencia de este naufragio, es el desconocimiento absoluto que hasta hoy se tiene sobre la verdadera ubicación del histórico derrotero.
La leyenda ha tejido muchos relatos alrededor de esta riqueza; pero cuanto se ha dicho, son puras fantasías, simples hipótesis que a nada práctico conducen. Lo efectivo es, que la fabulosa riqueza ha existido y que, siguiendo los indicios de la tradición, ésta se ha buscado en todo tiempo y las caravanas organizadas en uno o en otro lugar, todas han convergido a las inmediaciones de las Caletas o ensenadas de Jorjillo, Bolfín, Botija, etc., hasta Coloso.
Naranjo era oriundo de Sevilla, capital de Andalucía, hijo de don Joaquín Naranjo y de doña Ana Vargas Machuca. Hasta 1871, sobrevivía aún en La Serena, doña Carmen Naranjo, hija de don Nicolás.
Hacia 1867, un minero entusiasta, don Juan de Dios Picarte, se había establecido con un campamento en la caleta de Jorjillo, al sur de Coloso, como ya se ha dicho, en busca del derrotero de Naranjo. Tenía una buena casa de madera y contaba con veinte trabajadores y muchos recursos. Picarte explotaba una mina y, a la vez, buscaba el derrotero, todo por cuenta de don José Antonio Moreno.
Posteriormente, y en distintas ocasiones, se han organizado cateos en este puerto, que han ido tras las riquezas de que habla la tradición; pero ninguno ha tenido suerte en sus exploraciones.
Así, el 17 de diciembre de 1928, el Dr. Don Gregorio Carranza, que dedicaba también sus actividades a la minería, se internó en las cercanías de Coloso, en compañía de algunas personas, tras la búsqueda de este derrotero, encontrando allí la muerte, pues ascendiendo en su exploración a la cima de uno de los altos cerros cercanos al mar, sufrió una caída, de la cual falleció.
Caminantes en recorrido al sur del Coloso.
El Mercurio de Antofagasta. Marzo de 1918
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