El Desierto Llama.
(y algunos lo escuchan)
Vi en la cara del Sr Bichólogo, Don Rodrigo Castillo del Castillo y Castillo Tapia un gran interés en este sitio, pero el interés no era por su historia, por sus mitos o, por sus leyendas (que se pudiesen tejer con y en el tiempo), era – más bien - porque ya se veía formando parte del lugar, ya se veía con traje de ermitaño dejando de lado la hermosa sociedad y todas las bondades que van aparejadas a ella.
En este lugar, ya estaban los árboles que sostendrían su hamaca – la del ejército americano - y la soledad perpetua, que requieren los pensantes, para escuchar sus propias ideas.
Le dije que lo visitaría, el solo agregó que cobraría entrada (y bien cara). Increíble, ya se comporta como ermitaño.
Lo que sé de este sitio.
Este lugar – que si mal no recuerdo – correspondía a un antiguo centro recreacional (vacacional) de una ex oficina salitrera (reitero, si mal no recuerdo) lo conocí (desde la carretera) a fines de los años `80 y principios de los `90. Se encuentra a un costado del camino que une a la ciudad de Antofagasta con Calama, apenas cruzando las ruinas del poblado de Pampa Unión en dirección noreste. Ahora bien. Es apreciable en el retorno ya que, en la ida, lo cubre una antigua torta salitrera.
¿Por qué este lugar me llamó la atención en aquellos años?
Fácil, el lugar sobresalía - a todas luces - por su vegetación.
Desde la distancia (desde la carretera) se apreciaba una gran arboleda, entre la cual se podían distinguir algunos árboles que deben haber contado con muchos años de vida (décadas) y que deben haber contenido una gran cantidad de aves, de bichos, de vida. Era indudable que ahí había agua y alguien se encargaba de mantener el lugar.
Vi en varias oportunidades, al pasar por el lugar, a un señor algo mayor, a una persona que se distinguía puesto que usaba sombrero y siempre llevaba traje. Este señor esperaba pacientemente a un costado del camino el paso de los vehículos - especialmente de los buses - para trasladarse a Calama, cosa que en más de las veces no era dable o no acontecía. Ante esto, solo quedaba sujeto a la bondad de terceros.
Hubo una oportunidad en que paramos y lo llevamos, y aunque era muy escueto y de monosílabos – en la conversación – nos dijo que era el cuidador de aquel sitio y que iba por trámites y mercaderías a la ciudad.
Con el paso del tiempo dejamos de verlo, en aquella vera del camino, y luego – por cosas fortuitas - nos enteramos, que había sido trasladado a Calama, su estado de salud había desmejorado, inexorablemente, por la edad.
Con el transcurrir de los días resultó evidente, el suponer, que algo le había pasado. El lugar poco a poco comenzó a deteriorarse, los árboles comenzaron a secarse y los vándalos llegaron a hacer su trabajo, vandalizar.
Pues bien. Este día lunes, cuando visitamos nuevamente aquel espacio, pudimos apreciar las huellas del tiempo, del desierto y del sapiens-sapiens.
Aquellos árboles se encuentran – en su mayoría – secos, pero hay unos pocos que se niegan a morir. El lugar aun brinda cobijo, sombra y aun se pueden apreciar las antiguas construcciones, los baños, las piscinas, la gran casa y ha de ser esta casa, la que resta en pie, la última morada de aquel cuidador, en aquel sorprendente oasis del desierto.
Si hay vida (después de la vida) este señor debe andar deambulando por su antiguo jardín, atribulado tal vez por lo que la gente ha hecho en el lugar, cortando los árboles que, aunque secos, reflejan aun la belleza de otrora; usándolo como depósito de basuras y acopio de neumáticos viejos y - ¿Cómo no? llenándolo todo con los infaltables testigos de nuestra falta de cultura, los rayados, con los nombres de aquellos que allí han llegado.
Descanse en paz.
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