PRÓXIMAS RUTAS

MARCHANDO A LA PAR. LAS CANTINERAS


Irene Morales

Partir este escrito dando una referencia bibliográfica no es habitual, pero, si hemos de ser francos, este estudio realizado por Paz Larraín Mira es increíble, muy completo y merece vuestro tiempo de lectura.

MUJERES TRAS LA HUELLA DE LOS SOLDADOS

https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0717-71942000003300005

 

De nuestra consideración:

No es un tema al cual se le brindara mucha atención en el pasado, esto de conocer (reconocer) la contribución y la participación de la mujer en los diversos conflictos – tanto internos como externos - desarrollados durante el siglo XIX en nuestro país, algo que nos parece innegable en estos días y queda muy bien establecido en los escritos y ensayos de los grandes historiadores nacionales, encontrando inclusive, referencias en los partes de guerra y en los diarios de campaña de la época pero, evidentemente es, un tema de olvido (de memoria) y si hemos de tener franqueza en estas palabras, ha sido la insistencia de algunos los que han traído al presente esta deuda histórica.

Ahora bien. Tenemos claro que, por la época y sus condiciones, no todas las mujeres marcharon a las guerras, pero muchas de ellas hicieron su aporte desde sus casas y ciudades, donando recursos, reuniendo fondos, sirviendo en instituciones de beneficencia y en los diversos hospitales de sangre, especialmente las señoras de la elite, otras, las más, simplemente se sumaron a la industria de la guerra confeccionando ropa, enseres y cuanto fuese necesario producir para el conflicto asumiendo de esta manera la manutención del hogar pero, hubieron algunas (no pocas) que siguieron a la soldadesca y entre aquellas encontramos a las mujeres que quedaron inscritas con honor en la historia, a las denominadas cantineras.

Si sumamos todos los escritos sobre estas, sobre su valor y su importancia, podemos sumar muchas páginas de heroísmo y de apoyo irrestricto, más, hay uno de estos escritos que, reúne en su esencia, todo lo que pensamos y todo lo que quisiésemos decir sobre el tema y este escrito es del gran cronista Don Enrique Bunster el cual dice así:

(En apoyo a la memoria histórica)

Enrique Bunster

Las cantineras del ejército

De acuerdo con una tradición fidedigna, el último cañonazo de Maipú lo disparó una mujer. Sabido es que hacia el final de la batalla invadieron el campo espontáneos combatientes civiles cuya acción consistió en capturar soldados realistas echándoles el lazo. Entre estos enardecidos paisanos se vio a una huasita que allegaba fuego al estopín de un cañón abandonado, el que vomitó hacia las casas de Lo Espejo la postrera bala gruesa de la contienda.

Esta anónima heroína podría considerarse como la precursora de las admirables mozas que han dejado rastro en la historia militar de Chile. Se las conoce con el nombre de «cantineras», aunque servían también como cocineras y lavanderas; pero su humanitaria solicitud para con los heridos ha hecho ver en ellas a las antecesoras de la Cruz Roja nacional; y queda por decir que algunas, acaso las más, ganaron fama por su coraje en el manejo de las armas, combatiendo como varones en el infierno de las batallas.

Famosa entre todas, Candelaria Pérez, llamada con propiedad «la sargento Candelaria», salió del anonimato en esa guerra de leyenda con que el Ministro Portales destruyó desde ultratumba a la Confederación Perú-boliviana.

Candelaria Pérez

Candelaria Pérez, nacida en el barrio de la Chimba (Recoleta), tenía por oficio el de empleada doméstica, y en tal calidad había emigrado al Perú en 1833, acompañando a una familia holandesa. Poseía un físico aparentemente frágil, de tez morena y rostro fino y agraciado. En su alcancía de gallina ponedora fue depositando las monedas que ahorraba de su salario; y a la vuelta de unos años tuvo reunido suficiente dinero para independizarse. Con lo dicho se retrata su carácter: era una mujer ordenada, perseverante y sanamente ambiciosa, capaz de bastarse a sí misma en tierra extraña. Si todo nuestro pueblo estuviese hecho de gente así, distinta sería su suerte y no viviría culpando a otros de su atraso y miseria. Aprovechando su experiencia culinaria abrió en el Callao una cocinería que tuvo por nombre la «Fonda de la Chilena» y cuya especialidad fue el expendio de pescado frito. Situado en pleno barrio de marineros, el negocio prosperó con la clientela cosmopolita y bulliciosa procedente de la flota de veleros que cada día se renovaba ante los muelles. Por entonces era gobernador militar de la plaza su compatriota el general Ramón Herrera, y quién sabe si, esta feliz circunstancia no le produciría la ingenua sensación de tener un protector en las alturas... Todo a pedir de boca, cuando cierta noche penetró en la bahía el comandante Angulo, cumpliendo órdenes de Portales, y de una redada se llevó tres de los buques de la escuadra Perú-boliviana. Esta captura sin precedentes paralizó el proyecto de la Confederación de atacar a Chile, pero dejó a los chilenos residentes en el Perú a merced de las represalias oficiales y populares. No bien el Gobierno de Santiago declaró la guerra, las turbas de Lima y el Callao asaltaron los domicilios y comercios de estos inocentes; la Fonda de la Chilena fue saqueada y su dueña apresada por la policía y metida en los sótanos de la fortaleza del Real Felipe.

De un día para otro, Candelaria había perdido hasta el último centavo de sus haberes. Cuando salió en libertad tuvo que volver al servicio doméstico para ganarse el sustento. 

Pero esta vez no sería por largo tiempo. Una mañana de asombro y tambores batientes entró en Lima el Ejército Restaurador del general Bulnes que iba a liberar al Perú de la dominación boliviana después del cruento combate de Guías. Enloquecida de júbilo y de deseos de devolver el golpe recibido, Candelaria corrió en demanda del cuartel general de sus paisanos a ofrecer sus servicios. ¿Qué servicios? Los soldados se rieron de la pobre e hicieron chistes a costa de su condición de mujer. Porfió hasta hacerse escuchar de un oficial del Carampangue, el capitán Guillermo Nieto, y de esta entrevista salió enrolada en calidad de cantinera y enfermera y con doce pesos mensuales, que era el sueldo de un sargento. A poco le dieron el grado y el uniforme correspondientes, y no tardaría en demostrar que era capaz de llevarlos con honor.

Se halló presente en el combate del Pan de Azúcar de Yungay, esa acción que ningún general europeo se hubiera atrevido a emprender y que hizo decir al mariscal peruano Gamarra: «El soldado chileno es el más valiente del mundo». Aunque su misión consistía en cuidar a los heridos, Candelaria se dejó contagiar del furor de la lucha y cogiendo los fusiles de los muertos peleó confundida con los que trepaban la ladera casi vertical del cerro clavando las bayonetas para afirmarse, avanzando metro a metro bajo la lluvia de balas y peñascos arrojados desde la cima y rodando al precipicio como moscas. Cayó y expiró en sus brazos el capitán Nieto, su presunto amante. Sin detenerse a cerrarle los ojos, continuó subiendo; de paso dio muerte a un soldado boliviano que le apuntaba insultándola, y llegó a la cumbre cuando el Carampangue acababa de izar la bandera vencedora.

La antigua sirvienta de mano jamás pudo imaginar la celebridad que había conquistado en ese combate de exterminio. Vino a darse cuenta de ello el día en que las tropas de Bulnes desfilaron por la Alameda en la colosal apoteosis del regreso. Un griterío delirante de la muchedumbre se elevaba en la avenida embanderada al paso de la pequeña mujer uniformada que marchaba sin saber si reír o llorar.

Desde entonces y para siempre la llamaron la Sargento Candelaria. Diez años después, exactamente el 25 de febrero de 1849, se estrenaba en Santiago La Batalla de Yungay, un drama histórico en cuyo reparto figuraba la valerosa fusilera del Pan de Azúcar. Ella misma asistía a la representación desde un asiento de la galería. Reconocida en un entreacto, la obligaron a pasar al escenario para ser ovacionada por la concurrencia puesta de pie. 

Se sabe que murió inválida y olvidada, pero la posteridad la recuerda y una calle de la comuna de Ñuñoa lleva el nombre ilustre de Sargento Candelaria.

Su mérito póstumo consiste en haber instituido una tradición que no sabemos si subsistirá en el futuro, pero que fue confirmada con brillo en la guerra del 79. El Museo Histórico Nacional conserva los retratos de la buenamoza Irene Morales, cuya vida novelesca vamos a contar, y de su congénere Filomena Valenzuela, del regimiento Atacama, que adornaba con un penacho de plumas su quepis de cantinera de armas tomar. Otras dos «amazonas», como las llamara Vicuña Mackenna, las costureras santiaguinas Leonor González y Juana N., perecieron atacadas a mansalva mientras curaban heridos del Segundo de Línea en el caserío de Tibilaca, a raíz del combate de la quebrada de Tarapacá. En ese terrible encuentro se batió revólver en mano Dolores Rodríguez, natural de Caleu que, aunque seguía a los Zapadores sin empleo militar ni ocupación confesable, se condujo como soldado y recibió un balazo en una pierna. 

Filomena Valenzuela

En esa guerra titánica de uno contra dos, las cantineras habían asumido el papel oficial de enfermeras en cumplimiento de los principios de la Convención de Ginebra, que el Gobierno de la Moneda suscribiera hacía poco. Mientras no existiese la Cruz Roja chilena que se originaría en Punta Arenas en 1903, las émulas de Candelaria Pérez debían encargarse de auxiliar a los heridos «sin hacer distingo entre paisanos y enemigos» ... Por supuesto, carecían de la más elemental preparación, porque la contienda sorprendió al Ejército sin organización sanitaria y el insigne cirujano Wenceslao Díaz tuvo que improvisarlo todo sobre la marcha, trabajando con sus colegas en pavorosos hospitales de sangre desprovistos de antisepsia y donde el ochenta por ciento de las operaciones desembocaba en la muerte.

Recordando a la inmortal cantinera y enfermera Irene Morales, el coronel Enrique Phillips escribió en El Mercurio: 

«No sólo peleó en medio de los soldados, sino que también confortaba a los moribundos y daba de comer al hambriento y de beber al sediento. Su nombre debe vibrar entre nosotros como un ejemplo de patriotismo y de valor no superado entre las mujeres». 

Esta joven de rasgos finos y raro aplomo «de espesa y áspera cabellera» (Vicuña Mackenna), era hija de un carpintero y había nacido ultra Mapocho, en la Chimba que acunó a la Candelaria y al valiente Dardignac. La vida no le escatimó las pruebas más duras, como a todo ser escogido para sobresalir. A los trece años perdió a su padre, y la madre desamparada se fue con ella a Valparaíso, donde le enseñó el oficio de la costura. Allí tuvo Irene su primer amor, el que no pudo ser más infeliz y doloroso, pues casó en artículo de muerte y quedó viuda el mismo día nupcial. Poco después moría su madre. Ya sin consejo ni amparo de nadie, decidió irse a Antofagasta, como pudo haberse ido a cualquiera otra parte, y para pagar el pasaje de tercera clase vendió su máquina de coser. En el puerto de destino conoció a su segundo marido: el músico chileno Santiago Pizarro, que servía en la banda de un regimiento boliviano. No cumplían dos años de casados cuando el cabo Pizarro asesinó a un soldado en una riña de taberna. Fue condenado a muerte y fusilado de noche, en las afueras de la ciudad, a la luz de un farol. La viuda encontró el cadáver abandonado junto a la vía férrea y lo hizo fotografiar antes de darle sepultura para conservar la imagen de la atrocidad que juró vengar de alguna manera.

La ocasión llegó pronto y por donde menos pudo imaginarlo. Una mañana apareció en la bahía la escuadra chilena con sus fuerzas de desembarco, justo cuando las autoridades bolivianas se disponían a sacar a remate las pertenencias salitreras de sus connacionales.

Era la chispa que encendería la guerra, y curiosamente, tocó a Irene Morales ser la primera en romper hostilidades. Después de arengar a los compatriotas reunidos en la plaza (constituían el ochenta y cinco por ciento de la población) y de repartir abrazos en las filas, corrió a la Prefectura, arrancó el emblema oficial y lo pateó en el suelo. Ese mismo día el capitán Camus la admitió como cantinera en su compañía del Tercero de Línea.

Más tarde contó a Vicuña Mackenna que había salido con la expedición a Pisagua «disfrazada de soldado», pero en el retrato publicado por el Nuevo Ferrocarril se aprecia con qué propiedad llevaba el uniforme de botas de caña corta, guerrera de sargento y quepis ladeado a la izquierda; un pañuelo de seda pende del cuello y cae sobre el pecho con descuido. Tenía entonces treinta y cuatro años, y tanto en esta litografía como en el retrato del Museo vemos a una mujer en el apogeo de su popular hermosura.

El dramático desembarco de cinco mil hombres en Pisagua, bajo el horrísono cañoneo de la escuadra, no debe de haberla intimidado, porque en la siguiente batalla de Dolores empuñó el fusil y entró en el fuego como si no supiera hacer sino eso. En un grabado contemporáneo se ve a su batallón trepando por las faldas del cerro San Francisco envuelto en el humo de las descargas cerradas. Dispersado el enemigo, que dejó sus bajas en el campo, la cantinera-enfermera no tuvo descanso en el hospital atestado de heridos de tres naciones, recogidos en parihuelas para ser auxiliados con pareja caridad. De esos bolivianos examinase a los que ella ayudaba a revivir, ¿cuántos no habrán sido blanco de sus propios certeros disparos? De ser así, cumplió el juramento de venganza y lavó el odio de su alma prodigándose en el ejercicio de la solidaridad humana.

Al abrirse la segunda campaña de la guerra la destinaron a la Cuarta División como lavandera del coronel Barbosa. Cumplía este menester en el campamento de Tacna, a corta distancia de las líneas peruanas, cuando al pasar de la lavandería a la tienda de su jefe se extravió en medio de la camanchaca nocturna. Fue a dar al vivac del regimiento de Carabineros de Yungay, y allí la sorprendió la iniciación de la batalla de veintidós mil hombres, librada en un arenal y donde Campero, presidente de Bolivia, mandaba los ejércitos aliados. Matanza de ocho horas, sostenida sin agua bajo un sol de fuego y donde el coronel Lagos convirtió la inminente derrota en victoria y apabulló en tal forma a Campero y sus tropas que les hizo volverse a la Paz. 

Como Candelaria Pérez, Irene Morales salió ilesa de la ruleta de la muerte; como ella, terminó su vida en la obscuridad de donde había salido; y se tomó el mismo desquite post mortem, dando su nombre a la más corta calle de su ciudad natal.

Josefa Herrera

 

(En camino al merecido reconocimiento)

 

LAS CANTINERAS

Ana Olivares Cepeda, Gestora Proyecto de ley “Día Conmemorativo a la Cantinera de la GDP”

Anita Olivares Cepeda

Ya sea por acompañar a sus esposos, hijos, hermanos, por búsqueda de un bienestar personal, por tener espíritu de servicio o, simplemente, por amor a la Patria, es innegable que el rol de la mujer en la conquista del desierto tuvo un papel fundamental para lograr el objetivo militar y político que tenía trazado nuestro país durante su historia en los diferentes hechos bélicos en que se involucró. La mujer del siglo XIX estaba adscrita a un espacio privado, con labores hogareñas, de maternidad y crianza. Es por esto que nos parece inverosímil que, muchas de estas féminas decidieran romper el estereotipo patriarcal y dejar esa “comodidad” y estabilidad para introducirse voluntariamente en un escenario que, a todas luces, no estaba hecho para ellas.

Inicialmente, las mujeres no estaban autorizadas para enrolarse en las FFAA, por eso debieron recurrir al “travestismo” y pasar como soldado varón para cumplir su cometido. De tanto insistir y de que la autoridad hiciera oídos a los argumentos de la oficialidad que se encontraba en campaña por el norte de nuestro país, informando que necesitaban a las mujeres para funciones de enfermería y logísticas varias, es que se autoriza a las “cantineras” ingresar a los regimientos. Esta autorización no estaba exenta de ciertos “requisitos” que debían cumplir nuestras féminas: entre 2 a 4 por unidad, de preferencia solteras y debían comprobar que tenían buenas costumbres y reconocida moralidad. Aun así, las manifestaciones en contra se fundamentaban en que admitirlas en sus líneas traería graves problemas de disciplina entre la soldadesca, que el rancho debía destinar más víveres para alimentarlas y que, frente a un inminente embarazo, no serían capaces de soportarlo en campaña.

Pese a todo, las cantineras cumplieron a cabalidad su función, incluso fuera de su periodo oficial. Aunque durante la Guerra del Pacífico fueron llamadas a retiro en 1881, esta se extendió hasta 1884, por lo que las valientes mujeres continuaron entregando servicios después de ese periodo, incluso, muriendo (Combate de la Concepción 9-10 julio 1882). Cambiaron la “cuchara de palo” por un fusil y se arrastraron entre las balas para surtir a sus compañeros de municiones, agua o licor, además de atender a los heridos fuera del lado patriota o beligerante. Si bien, algunas obtuvieron grado de ascenso, pensión mínima y uno que otro reconocimiento, prontamente fueron olvidadas, muriendo enfermas, en la indigencia y sepultadas casi anónimamente. Estamos en pleno S. XXI, donde nuestro país ha creado un ministerio exclusivo para la mujer, hay derechos y deberos establecidos para ellas y los campos laborales en las FFAA y otros espacios exclusivos a los varones, ya se han abierto a recibirlas. Sin embargo ¿dónde están las grandes avenidas con sus nombres? ¿Dónde se erigen sus monumentos? ¿Se ha ampliado la museografía para visibilizarlas? ¿Hay educación no sexista en la historia nacional? ¿Alguien podría, al menos, decir 5 de sus nombres? El Estado de Chile está al debe con quienes dieron todo por amor a su país y a sus seres queridos, de forma voluntaria y desinteresada. Pero es fácil reparar esta horrible “omisión” histórica: hoy se encuentra en el Senado de la República un proyecto de ley, de fácil tramitación, que reconoce la participación de la mujer cantinera y estipula su día conmemorativo para el 27 de noviembre, ya que en esa fecha fue la Batalla de Tarapacá donde fallece un gran número de chilenos, entre ellos, el comandante del 2do de Línea, Eleuterio Ramírez Molina. Pero no muere solo. Junto a él estaban 2 cantineras, Leonor Solar Y Rosa Ramírez. A pesar de que se les ordena abandonar el lugar y salvar sus vidas, estas cantineras no dejaron al herido abandonado y mueren quemadas en la misma choza. Al mismo tiempo, Maria Quiteria Ramírez es tomada prisionera y Susana Montenegro es torturada, masacrada, cortaron sus pechos y muere empalada bajo la bayoneta enemiga. Entonces, por ser mujeres, en el S. XIX era impensado ponerlas de mártir junto a los héroes varones. 

Hoy, no hacerlo, sería una aberrante discriminación histórica y de género.

 

Para saber un poco más:

 

Mujeres en la Guerra del Pacífico

http://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-100706.html

 

Mujeres Cantineras en la Guerra del Pacífico

http://www.patrimoniocultural.gob.cl/Recursos/Contenidos/Museo%20Hist%c3%b3rico%20Nacional/archivos/Mujeres%20Cantineras%20en%20la%20Guerra%20del%20Pac%c3%adfico.pdf

 

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