Las Flores Secas
(En Recuerdo)
"Díganles, a los que me esperaron, que aquí quedé, bajo este suelo, bajo este sol"
Pareciera ser que, en algún momento no tan lejano, alguien se
acordó de ellos, y se acercó a poner flores en algunas de las tumbas. No en
todas, ni en muchas, ni tampoco una gran cantidad de flores. No, tan sólo en
una que otra, afirmadas como fuera posible en las cruces o depositadas sobre
alguno de esos túmulos difusos que débilmente señalan a los muertos.
Acompáñennos en nuestro recorrido:
Nos adentramos por el vasto desierto, como es nuestra
costumbre, a buscar y descubrir nuevos derroteros, en nuestra insaciable
búsqueda por conocer la región.
Teníamos planes, por cierto, pero no es extraño -a nuestros
viajes- que esos planes se cambien, a veces, a último minuto o en cualquier
momento después de empezado éste, de igual manera, no es raro que nos
encontremos con algo extraño o novedoso que nos haga olvidar lo presupuestado y
cambiar nuestros objetivos.
Pues bien, así nos pasó en la última salida. Íbamos pasando
por un camino que ya habíamos recorrido antes, pero en sentido inverso y en
aquella primera vez no vimos nada que nos llamara la atención, pero ahora, al
pasar por allí en sentido inverso, algo despertó nuestro interés. Lo que
parecían ser -tan solo- un grupo de piedras, con unos palos entre ellas, era
algo más.
¿Un cementerio? Nos preguntamos. Pero no era posible, nada
había por allí –que nosotros supiéramos- que pudiera justificar que hubiese un
cementerio. Y así, aunque el refrán aconseja que “ante la duda, abstente”, no
nos abstuvimos, detuvimos el auto y nos bajamos, para caminar hasta ese lugar
(no se podía pasar con el vehículo)
Bastaron unos pasos -en dicha dirección- para darnos cuenta
que algunos de esos palos no eran tales, sino cruces, y eso nos hizo apurar el
paso. Ya más cerca, advertimos que lo que parecían piedras eran trozos de sal
que, apilados de dos o tres, formaban un bajo y desordenado muro perimetral,
que encerraba un ondulado patio con muchas tumbas. Tumbas excavadas en la salina
tierra y que ahora no eran sino túmulos deformes, por la acción del viento y la
arena arrastrada durante décadas.
En la parte central, hacia uno de los costados, había lo que
parecía haber sido la tumba más importante, erigida con adobes muy bien cortados
de la sal, y a su lado una similar, pero que –abierta- aparecía ahora a medias,
llena de arena, como si alguien hubiese decidido llevarse a su deudo a otro
lugar.
Un poco más allá, otra tumba que parecía haber sido algo más
importante que las demás, pues desparramados sobre ella se veían los restos de
lo que fuera una reja, de ésas que solían ponerse -antaño- bordeando el
perímetro de las tumbas en los cementerios. Estaba hecha de dos laterales de
madera -material escaso y caro en el desierto- unidos uno al otro por zunchos
de metal, como aquellos de las antiguas camas. Pero ni en los restos de las
rejas ni en la cruz, como en ninguna de las otras que allí había, pudimos
encontrar una placa, un nombre o una fecha que nos indicara algo, que nos diera
un indicio de cuánto tiempo llevaban ahí esos restos o de donde provenían.
Sacando cuentas y mirando el terreno, pensamos que debe haber
habido en las cercanías una salitrera, pero de las antiguas, de aquellas
primeras que trabajaban con sistema de paradas, que no tenían campamento ni
pulpería ni edificios de adobe (como las que surgirían décadas después y cuyos
restos hemos llegado a conocer) y que, al acabarse la explotación, desaparecían
casi por completo, al llevarse los dueños todo lo que pudiera desarmarse y
transportarse.
No eran pocas las tumbas, es cierto. Calculando las que se
veían aún algo enteras, más las no pocas que ya no son sino ligeras
ondulaciones del terreno, con un trozo de palo clavado en la tierra, o tirado
en el suelo y a medias cubierto por la arena, suponemos que serían no menos de
50, y quizá si hasta 20 más. Y, aunque parece un número alto para un cementerio
en medio de la pampa, no podemos olvidar que en la primera mitad del siglo
pasado no era raro que las epidemias –o alguna simple enfermedad contagiosa-
hicieran estragos entre la gente.
Hasta ahora no hemos averiguado mucho más, pero insistiremos
en buscar lo que se sepa, si algo se sabe, sobre este cementerio olvidado.
Porque, ¿saben? Pareciera ser que, en algún momento no tan lejano, alguien se
acordó de ellos, y se acercó a poner flores en algunas de las tumbas. No en
todas, ni en muchas, ni tampoco una gran cantidad de flores. No, tan sólo en
una que otra, afirmadas como fuera posible en las cruces o depositadas sobre
alguno de esos túmulos difusos que débilmente señalan a los muertos.
¿Quiénes fueron? ¿Cuándo murieron? Sabe Dios si llegaremos
–algún día- a averiguarlo.
Por supuesto que, si llegásemos a saberlo, o a conocer más
datos sobre este cementerio, ustedes serán los primeros en enterarse.
Independiente de aquello: “La vida después de la vida”,
volveremos a dejar una flor, por respeto y para que el día de mañana dichos
coterráneos no sean retirados del lugar por cosas inexplicables.
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