María Valenzuela. La Madre que Venía de Antofagasta
Extraído del libro “Álbum Gloria de Chile” de Benjamín Vicuña
Mackenna
Benjamín Vicuña Mackenna
Fue reveladora i casi típica a este respecto la historia de
los dos hermanos José Dolores i Sabino González, contada por su propia madre,
la cual va a sernos licito reproducir a la postre de este libro de tristes
memorias como la expresión más fiel de los dolores que la cruenta guerra depositó
en los corazones, i que, durante las campañas de la última, se anidaron en
silencio en mil hogares sin padres, sin hijos i sin pan. Es una historia casi
doméstica, pero profundamente sincera, que por lo mismo vamos a contar sin
suprimir nada en sus tristes detalles del hogar propio i ajeno, leyenda
dolorosa del alma, del campamento i del altar.
Era una tarde del mes de abril de 1880, cuando nuestro
sufrido ejército, después de haber recorrido con fauces enjutas el desierto de
Tarapacá, internábase abrumado otra vez por la sed en los desiertos de
Moquegua, camino de Tacna i de sangrienta batalla, cuando sentí en mi apartada
mansión de la avenida del oriente en el camino de Cintura de la capital, el
Áspero rodar de un coche de posta. Por lo inusitado del caso i de la hora, pues
los campanarios vecinos habían tocado ya las oraciones, salí yo mismo a la
puerta i abrí. Era la de la novedad una mujer anciana, que llegaba con sus humildes
trastos, un delgado i mugriento colchón envuelto en cilindro como lo acostumbran
los pobres que no gastan el lujo del arábigo almofrej, un pequeño baúl de
madera de álamo, que por su peso parecía vacío, un atado, i entre otras menudencias
del menaje del pililo i de la mujer del pililo, un hermoso niño de siete años,
descalzo, sin sombrero i con la cara i el pecho descubiertos a la intemperie.
Esa mujer era el tipo de la madre del pililo, es decir, del
soldado raso de Chile que nunca será más que soldado. El niño habría sido el
mejor modelo del hijo del pililo para el lápiz de Michón o el pincel de
Lemoine. El equipaje era jenuinamente el tren del pililo; hilachas, hilas,
hecho la hila i de aquí lalila i en seguida el Pililo. El cochero, a su turno,
era el pililo mismo, disfrazado de auriga. El cuadro estaba completo.
No pude menos de compadecerme de aquel triste atavio de la
miseria; pero por la importunidad de la hora díjele con cierto desabrimiento a
la recién llegada:
- ¿Que se le ofrecía, señora?
--Vengo, señor, de Antofagasta, a alojarme a la casa de la Protectora,
-me contestó con voz humilde, -i me han dicho que es aquí ....
Confieso que una ráfaga de pesado mal humor pasó por mi alma.
Era ya de noche. Mis amigos i mis niños esperaban, la sopa estaba servida; i el
egoísmo, este aliado inseparable del hambre, egoísmo a su vez del ser orgánico
que todo lo reclama imperiosamente a sus horas, interpúsose entre mi compasión
i la viajera, entre su hambre i la mía.
-Señora, -repliqué en tono un tanto destemplado. -Mi casa no
es posada, i apenas guardo entre sus cuatro tablas a mis hijos. Vaya a alojarse
a la Moneda ....
Echose a llorar la pobre anciana, i entre sus sollozos me
pareció oírle que decía con irreprimible angustia: --“.... Después que me
mataron mis dos hijos...”
Estas palabras, que eran una exclamación de las entrañas,
detuvieron mi brazo, que cerraba cobardemente la puerta, i volviéndome a la
anciana, que se apoyaba como para sostenerse en la portezuela del desvencijado vehículo
que la había conducido desde la estación, preguntele, como de uso en tales casos:
¿dónde, señora, mataron a sus hijos?
En Tarapacá, señor... - I la pobre anciana continuaba
sollozando con los espasmos de todo su ser, el cuerpo i el alma. Era aquella
desventurada una mujer gruesa, de sesenta años, rostro de india, ojos
intelijentes, ese tipo de llavera de casa grande que va desapareciendo de
Santiago con el porte de las casas, que los años i las jeneraciones, las capellanías
i las crisis han hecho chicas.
Era locuaz i bien hablada, pero conocí a la luz amarillenta
del farol del coche que su traje de viuda estaba raído, como el de su niño.
Unas pocas canas, estas hojas incoloras del otoño de la vida, matizaban su
espesa cabellera indijena, renegrida i desgreñada por la ajitación del viaje en
tercera i con pase libre del gobierno. Todo aquello había cambiado el cuadro i
el ánimo. El ánjel de la caridad se había asomado a mi corazón i a mi zaguán;
mi hija mayor, blanca como las palomas del alba, cuyo nombre bien lleva,
inquieta por la prolongación del diálogo, había venido a oírlo, i con su carita
de pase libre del cielo parecía decirme: - “Dele, padre, alojamiento”.
El hielo estaba roto. la puerta decerrajada, el egoísmo
vencido. La anciana viajera del desierto fue hospedada con su niño en mi
cochera, único cuarto de alojados que me había reservado el destino, i allí la
infeliz, después de copiosa cena debió dormir, junto a los caballos, con los
serafines alados del descanso i soñar con sus hijos muertos en la hondonada
maldita de Tarapacá, pero coronados ambos por la aureola de la gloria i de la
gratitud. Al dia siguiente, antes de enviarla al santo asilo del Perpetuo Socorro,
asistido, cuidado, barrido, alimentado i hasta peinado (ardua tarea) por los ánjeles
del trabajo, presididos en su diaria faena por otro ánjel, (una hermana no
olvidada e inolvidable que después de la fatiga emprendió su vuelo a los
cielos) llamó a la pobre vieja de Antofagasta i la interrogué sobre su caso,
sus deseos, su vida i sus papeles.
Era una mujer entre candorosa i astuta, entre huasa i minera,
entre colchagüina i atacameña, capaz de cautivar con su palabra la más terca
incredulidad. Era una mujer ladina porque había sido negociante en los vapores
(vaporina), pero al mismo tiempo su naturaleza era profundamente sincera i
sensible. I entonces aquella buena mujer refiriéndome una historia triste i lóbrega
como la noche, como son todas las vidas de las madres que ya no tienen hijos. I
como esa leyenda se amolda hoi a muchos corazones, i se aclimata, regada con
llanto, en muchos hogares, vamos a contarla tal cual la injenua i aflijida madre
de Antofagasta nos la contó a nosotros, con sus propias palabras, reviviéndola
de pruebas que honran a nuestros jenerales a nuestros jefes i a nuestros
simples soldados.
-Yo soi, señor, -me dijo, -una pobre mujer criada i nacida
(las jentes de Chile, a su decir, crianse antes de nacer) en Rengo, pero me
casé en Santiago, en la parroquia de Santa Ana, cuando el señor Isaguirre trajo
las reliquias de Roma i las distribuyó en las iglesias.
Ni esa fecha, ni esa memoria, ni esas reliquias estaban en
mis apuntes; pero, como la muerte de Portales, el veinte de abril, la pelea de
Loncomilla, el incendio de la Compañía i la pelea de Tarapacá, tales anales pertenecían
al fúnebre almanaque del pueblo, que cuenta los años por sus dolores, como el
guardabosque la edad de los árboles por los anillos concéntricos de su corteza
lacerada, dejola proseguir, aceptando que las reliquias habrían sido
contemporáneas más o menos con el ánima de la artillería (1852).
-Yo me llamo María Valenzuela, -continuó diciendo la viajera
de Antofagasta, -i mi marido se llama Rafael Quesada González, i así debe estar
en mi partida de casamiento, porque soi mujer lejitima, casada i velada por la
Iglesia. Estuve dos años sirviendo en casa de don Domingo Godoi, en la calle de
la Compañía, i allí conocí a muchos caballeros que ahora me harán bien, a don
Bernardo Solar, a don Manuel Bulnes, a don Bartolo Cañas, a don Gabriel Vicuña.
-Señora, -le interrumpí con lástima. -Todos estos bienhechores están muertos.
Pero la infeliz no pareció inmutarse. Para el pobre, los
vivos, en materia de dones i gratitud, son la misma cosa que los difuntos.
Piden limosna a sus hijos, i así el recuerdo sirveles de pan durante dos o tres
jeneraciones. ¿Quién podría negar una moneda o una levita vieja al pobre de su
padre?
Así será, señor, -prosiguió diciendo la madre de Antofagasta.
-Pero a los dos años de casada, mi marido me llevó a Valparaíso porque encontró
trabajo en los almacenes fiscales que estaban en construcción, i allí me nació
mi primer hijo, que está ahora en la ambulancia de Calama i se llama José
Manuel. Vivimos en Valparaíso siete años, pero vino la revolución de don León
Gallo (i hacia bien la anciana en llamar solo con esos dos nombres de batalla a
aquel noble ser, campeón i adalid, león i gallo), mi marido perdió su trabajo
con la guerra, i como tenía un hermano en Copiapó, me fui para “Abajo”, dos
vapores después de la pelea de La Serena. Es ese otro nombre pintoresca i
merecidamente trocado. Por lo demás, las jentes de nuestras costas que hacen de
todas las beldades sirenas, cuentan las fechas del mar por vapores como los
araucanos las de sus tratos i sus guerras por las lunas. En 1869, tres vapores
eran una luna, es decir, un mes.
En Copiapó nació mi segundo hijo, José Dolores, i el tercero,
Sabino, i no me queda más que este i el de Calama, que hace catorce años que no
lo veo... i los otros son los de Tarapacá, ensayó decir la anciana. I aquí la
infeliz prorrumpió en amargo llanto sin ser dueña de proseguir. Dile tregua i
consuelos. Le ofrecí una pensión de la Protectora i el pago que debe el
Gobierno por la lei de re- compensas a los que mueren en batalla. Pero todo era
inútil. Habíase roto la venda de la herida i manaba toda su sangre sobre el
corazón i del corazón sobre los labios. El fondo del alma, del cual saca la
angustia humana sus palabras i sus sollozos comprimidos, estaba agotado en aquel
pecho rudo i sensible, i sólo quedábale intacto, pero inagotable, como los
pozos salobres del desierto, el fondo de las lágrimas. La pobre mujer no dejó
de llorar un momento hasta que, una o dos horas más tarde enviada a los
refujios del Perpetuo Socorro con una esquela especial de recomendación para la
ecónoma de aquella institución de los últimos consuelos, la señorita Lucrecia
Calvo, una niña santa que en aquel tiempo recorría todos los días los sucios
barrios del Matadero llenos de pantanos en las calles i en los corazones; pero
que no llevaba corneta blanca en la cabeza, porque esa era la túnica de su
alma. I en ella reconócenla todavía los que lloran i los que se arrepienten.
Por mi parte, no he tenido nunca miedo a los muertos ni he sido
cobarde para el dolor. Pero en el patio de asfalto de la Protectora, donde cada
dia sentábanse en 1879, entre la matanza de Tarapacá i la matanza de Tacna,
trescientas, cuatrocientas, quinientas (hubo dia de seiscientas ) mujeres
exhaustas, casi desnudas las más, con luto prestado las otras, con niños enfermos
de hambre, pendientes al escuálido seno, con papeles mugrientos de empeño en
las casas de prendas, pidiendo unas su rescate, otras la herencia del hijo, del
padre, otras la sangre o la mortaja del esposo muerto en el hospital o en el
desierto, me he maravillado de las mil formas que tiene el dolor humano en el
rostro, en la palabra, en el acento en la mirada de sus víctimas. Una mujer
joven todavía, alta, morena, no mal parecida, enjuta, de mirada fija i serena,
comenzó a visitar con alguna frecuencia las oficinas de la Protectora, una
semana después de la acerva, pero no exajerada nueva de Tarapacá, matanza de
buitres, hecha a palos, sobre cadáveres i sobre rendidos por indios de la
sierra adiestrados en ese ejercicio. Esa mujer había perdido en esa matanza a
su marido. sarjento del Chacabuco, i a su hijo, soldado del 2°.
Oficialidad del Segundo de Linea
Rara vez hablaba,
llegaba sin saludar, sentábase muda, miraba con la fijeza del martirio, mostraba
sus papeles, que eran una carta de Domingo Toro Herrera, recibía su socorro o
noticias de su tramitación; i, como había llegado, se volvía lentamente, como la
estatua del silencio, vestida con la túnica i el manto negro de la negra
desesperación. En aquella desdichada, cuyo nombre era Dorotea Riveros, viuda,
sin hijos, sin hogar, sin esperanza, el dolor había revestido en ella las
formas tétricas i rígidas de la viudez, como en la madre de Antofagasta el
dolor era la temblorosa elocuencia del llanto. ¡Ah! vosotros los felices, los
satisfechos, los triunfadores cotidianos que libáis en la copa egoísta de la
victoria solo la primera espuma que brota del fondo de jenerosa copa, al ruido de
las músicas que pregonan las batallas, vosotros no alcanzáis a divisar sus
heces ni a sentir en los labios su amargo dejo de horror. ¡Ah! ¡Si todos los días,
siquiera una vez por semana, pudierais ver lo que es la guerra dentro de los
corazones, os asombraríais de saber cuán horrible cosa es la guerra!
Al fin, la desolada madre mitigó su aflicción, i continuó su
relato sin dejar de llorar. -Señor, -nos dijo, - mi hijo José Dolores era todo
mi alivio. Lo bautizó el señor cura Julio, i salió bueno. Lo puse en la escuela
de los artesanos de Copiapó, que es la mejor del pueblo, i aprendió hasta
llevar libros. Cuando vino esta guerra de ahora, llevaba los libros de don
Pablo Varas, i ganaba mucho dinero, porque además que él se trataba mui bien,
me daba todos los meses quince, veinte i hasta más pesos, Cuando me encontraba
sudando en la batea me decía: Madre, no lave. I a escondidas pagaba el
pobrecito su lavado aparte. I el llanto caía sobre el regazo de harapos de la
madre como el agua cayera en la rústica batea.
Pero como el niño, señor, había aprendido el manejo de las
armas en la escuela de los artesanos i nuestro cura Julio nos pidió nuestros
hijos prestados para la patria en una plática a todas las madres de Copiapó, yo
le dije: anda, pero yo voy contigo. I con el i con mi marido, con Sabino i este
niño nos fuimos a Antofagasta en la primera jente que fui: vestida de paisano
para la guerra. Llegamos allí. Mandaron a mi hijo a engrosar el 2° de línea a Caracoles, i luego volvió de Calama hecho un
soldado, en la compañía del capitán don José Antonio Carretón (Garretón.) Cuando
lo vi tan parado, mi corazón se aflijió i le dije: -Hijito, ¿quieres que te
saque de paisano? I él me dijo: -- No, madre. Es preciso pelear por la patria,
i lo que acabemos con los cholos, hemos de dar guerra a la Arjentina, i hasta
usted madre ha de pelearla. ¡Pobre muchacho! Era atacameño, había olido la pólvora
en Calama, había bebido agua del Loa i se había hecho héroe i conquistador. Pero
dejemos continuar su fúnebre relato a la madre del atacameño.
En Antofagasta pasamos muchos meses esperando i dándonos
vuelta como pobres. El capitán Carretón era mui bueno i mi hijo me socorría con
su rancho. Además, el capitán Carretón le había tomado cariño a Sabino, niño
mui travieso, i lo llamaba el ñato i le hacía apuntar al blanco. Un dia vino el
niño con una chaucha que le había dado el capitán porque le apuntó al blanco en
la guata (así, vino. el pobrecito diciendo) i saltaba de gusto porque no sabía
que lo estaban enseñando a morir: no tenía más que trece años i era poco mayor
de porte que este, i la madre casi orgullosa de su angustia señalaba a su
chicuelo único compañero en su peregrinación.
El ejército chileno había partido entretanto de Antofagasta,
rumbo de Pisagua, a fines de octubre de I 879. José Dolores Gonzalez marchó en
su cuerpo i su pequeño hermano Sabino, agregose a escondidas al Atacama, como
atacameño, i con el mismo título que el perro fiel que sigue al rejimiento. No
era soldado ni podía ser soldado, pero ¿quién podía estorbarle ir de perro de
su cuerpo? Antes de alejarse el soldado de Calama, dejó asegurada la subsistencia
de su madre, reservándole la mitad de su sueldo, conforme a la siguiente
boleta: El que suscribe certifica que el soldado de la 3." del 2.' del
rejimiento 2.0 de línea, José Dolores González, ha dejado una mesada de cinco
pesos a su madre María Valenzuela. Antofagasta, octubre 27 de 1879.
J. A. 2° GARRETÓN.
Esto sucedía el 25 de octubre de 1879. Un mes después, el 27
de noviembre, los dos hermanos perecían, el uno abrazado del otro, i todavía,
en esta extraña sucesión de fechas lúgubres, el 27 de diciembre el soldado
distinguido del 2 de línea, J. Valverde, dirijióle la siguiente carta, propia
de un valiente, pero que llevaría eterno luto a un desamparado hogar:
Santa Catalina, diciembre 27 de 1879.
Señora María Valenzuela, Antofagasta.
Mui señora mía: Recibí oportunamente su conmovedora carta,
fecha 16 del presente, la que paso a contestar. Señora: es preciso tener un
poco de resignación i valor, i ver que cuando nuestra querida patria se
encuentra ultrajada, es necesario lavar esa afrenta hasta vencer o morir. Sus
hijos, José Dolores Gonzalez i Sabino, sucumbieron en la gloriosa batalla de Tarapacá
en defensa de nuestro querido Chile. Extraño me parece decirle que sus dos
hijos pelearon con bastante bravura hasta el último momento de su vida. Yo,
señora, salvó gracias a la Divina Pro- videncia, por razón de que la batalla ha
sido una de Ias más sangrientas que ha habido hasta la fecha, i por milagro no
mis se ha podido es- capar. Nuestro rejimiento 2° de línea se portó como pocos; era
imponente i terrible ver a sus bravos soldados, pelear con tanta bravura i valor;
todos en Jeneral se han portado como unos héroes. Tenga, pues, señora, valor i resignación al
saber la pérdida de sus dos queridos hijos; Dios i la Nación sabrán premiar tan
grandes sacrificios, i creo lo mis probable que, si usted ha perdido sus únicos
hijos que tenía i no contaba con más apoyo que ellos, el gobierno le dad alguna
cosa, haciendo usted presente la desgracia en que se encuentra. Quedo, pues,
señora, sintiendo grandemente la pérdida de sus hijos; pero es preciso tener
consuelo i un poco de resignaci6n. Quedo de usted S. S.
J. VALVERDE.
Pero el distinguido Valverde, del 2° de línea, por enviar consuelos i recados, descuidaba dar a
la aflijida madre lo único que consuela en el dolor, los detalles del dolor,
que son lo que las hilas a la herida, el aparato que sostiene el bálsamo i lo
difunde. Pero enviaríale aquellos un noble soldado que, bajo ruda i hasta
áspera corteza, ocultó alma bien puesta, el coronel Muñoz, cuando pasó a ser
jefe del rejimiento sacrificado en masa en la garganta de Tarapacá. He aquí su
carta de detalles al Jeneral en jefe:
Señor don Erasmo Escala. Pisagua.
Mui estimado Jeneral:
He hecho las averiguaciones de que me habla en su apreciable
carta del 5 del presente. Respecto a los hermanos Gonzalez, es efectivo que
José Dolores pertenecía al regimiento i murió en Tarapacá a consecuencia de
tres heridas que recibió en el combate. Sabino era un muchacho como de 11 años,
que andaba con su hermano, por consiguiente, no estaba agregado al rejimiento.
Según la exposición de algunos clases i soldados, cuando hirieron a José
Dolores, Sabino no condujo a un rancho que había por ahí cerca i de repente se
vio arder, i se quemaron los dos hermanos, junto con otros.
Es algo que lleva al alma entristecida aliento jeneroso, tomar
nota de esta preocupación minuciosa del arrogante jefe por la suerte i la memoria
del soldado oscuro que ha caído bajo la bandera. Pero cuando leímos con
profunda satisfacción la honrosa carta del coronel Muñoz, la anciana de
Antofagasta sacó de debajo de su raído manto i con cierta ufanía otro
envoltorio en forma de raído escapulario. Contenía este una carta del valeroso
manco, hoi muerto i casi olvidado porque tuvo más lastimas que arrogancia en la
guerra.
Esa carta, escrita por un Jeneral en jefe en campaña a la madre
de un pobre soldado muerto en lóbrega celada, decía así textualmente:
Señora doña María Valenzuela de González. Antofagasta.
mui señora mía:
Le Incluyo a usted, en contestación a su estimada de fecha 25
del próximo pasado, la carta que me ha dirijido el coronel Muñoz, jefe del
regimiento 2° de línea, a propósito de los datos que le he pedido con motivo
de satisfacer sus deseos. Con tales antecedentes usted puede presentarse al
gobierno, si lo juzga conveniente. Deseando vivamente Sean satisfechas sus
aspiraciones, soi de usted A. S. S.
ERASMO ESCALA.
Una palabra más agregaremos a este jeneroso testimonio de una
alma bien templada en el deber i la virtud, alma de Bayardo. -Las aspiraciones
de la pobre madre, que el Jeneral en jefe del ejército del norte deseaba tan
vivamente ver cumplidas, fueron satisfechas, i probablemente a la hora i en el
año que escribimos (marzo de 1885) la madre de los dos jemelos de Tarapacá, si
no los ha seguido, los recuerda i los llora en pobre pero no desamparado hogar.
Tal es, tal fue la última guerra de Chile vista dentro de los
hogares, estudiada en la profunda intimidad de los corazones, i para los que en
medio del deslumbrador bullicio de las armas i en el alegre alardeo de las
victorias no la hayan conocido bajo la áspera túnica del soldado ni el regazo
de tosco sayal de sus madres, quede aquí contada
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