La Guerra Hispano-Sudamericana
El bombardeo de Valparaíso
Aquellos
errores - de otros - que aún nos persiguen hoy en día.
¿Te has
preguntado el motivo por el cuál ciertos sucesos o pasajes de la historia
permanecen en el más absoluto silencio, o son contados a medias e inclusive a
conveniencia? Puede ser posible que dichos pasajes (que forman parte importante
de la historia) sean de cabal conocimiento de los expertos e investigadores,
pero no llegan o no se cuentan o no se educa a la población, ya sea para evitar
resquemores, crear odiosidades o para proteger ciertos anhelos, totalmente
anticuados, pero aún presentes. El sueño de una sola América.
Dicen los que
saben:
Por increíble
e inaceptable que pudiese sonar, al llegar a Lima la noticia de la destrucción
del primer puerto chileno, dirigentes y chusmas se volcaron en una verdadera
fiesta popular, celebrando la caída de aquel Valparaíso que había opacado por
décadas sus aspiraciones por concentrar en el Callao el control comercial
naviero y el dominio regional del océano.
Este hecho es
cuidadosamente omitido por historiadores peruanos y sus escribas chilenos que
acarician aún el mismo entreguismo americanista que nos llevó a tal desastre.
El historiador Espinosa Moraga describe cómo este bombardeo fue ampliamente
celebrado en la prensa y la sociedad peruana de entonces, festejo que también
tuvo ecos en La Paz y Buenos Aires, dejando al descubierto la inferioridad
naval "mapochina", y demostrando que Chile nunca había tenido amigos
en su vecindad fronteriza. Por lo tanto, las bases mismas de la inspiración de
la alianza americanista no tenían sustento en la cabeza, sino en elogio del
corazón, como bien dijo Gonzalo Bulnes.
De nuestra
consideración:
Siempre hemos
sostenido que debemos aprender de la historia con la finalidad de seguir
avanzando, pero este avanzar – al futuro - se debe hacer de pie, nunca de
rodillas y con la frente en alto.
Lector, nos
hacemos responsables de nuestras palabras y de nuestras acciones, mas no de los
errores de los antepasados, porque ese fue el tiempo de ellos, de los
ancestros. Entonces, han de ser ellos quienes deberán responder ante la
historia por sus ineptitudes. Siempre y cuando se conozcan sus acciones y
sepamos a quien culpar.
Es evidente,
cada periodo de la historia tiene sus protagonistas y sus responsables, pero
hay errores que aún nos persiguen, cruzando generaciones, marcando nuestro
camino y también nos encontramos con viles esbirros (locales y foráneos) que se
aprovechan de dichos errores para resucitar las controversias (es el caso de
los foráneos) o para vender la nacionalidad (como acaece con los locales).
Pero viajemos
en el tiempo, a un ayer que nos parecerá muy lejano, pero serán tan solo unos
segundos en el tiempo.
Brindo mis
disculpas por tan largo preámbulo, pero resulta muy necesario.
Estamos en el
año de 1866, ante hechos increíbles, prontos a recibir un bombardeo en el mayor
puerto de Chile, Valparaíso. Para entonces, nos habíamos enfrascado en una
guerra en la que nada teníamos que hacer, la guerra contra España (la flota
científica) y todo por un americanismo mal entendido. Por lo anterior, por el
americanismo, tuvimos que reconocer una posesión boliviana - en el Pacífico –
acto que nos quitaba un territorio que nunca fue de ellos, y todo esto para
conseguir que dicho país – Bolivia - no vendiese carbón a la flota española por
sus puertos de Cobija y Gatico. Este reconocimiento marcó precedente para sus
futuras reclamaciones y todo por culpa del sentimiento americanista de nuestros
representantes, aquella idea de una sola gran nación en el continente
sudamericano. Han de saber que se entregó la Patagonia bajo la misma consigna,
la del ¿qué importa un territorio carente de todo?, lo más importante es la
unidad latinoamericana.
Chile – en
esta locura de la guerra Hispano-sudamericana - perdió su flota mercante y vio
truncado su desarrollo, sólo por defender al Perú, nación que nos miraba como
seres ínfimos, como piratas, borrachos y ladrones, a pesar que salimos en su
defensa y hubo chilenos que viajaron a dicha nación a combatir por su
territorio, el territorio peruano.
Esta misma
nación – Perú - que, a la primera oportunidad, desconoció el gesto chileno de
amistad y firmó un tratado de alianza defensiva con Bolivia, con pretensiones
de incluir también a la Argentina en dicho pacto.
Merced a este
conflicto bélico, nuestro país comprobó que, por lo extenso de sus costas y lo
importante del comercio que pasaba por sus puertos, tenía que tener –
necesariamente - una marina de guerra adecuada y respetable y, por tanto, manda
a construir sus dos fragatas acorazadas, el Blanco Encalada y el Cochrane. No
con la finalidad de invadir el Perú o porque nos suscitara envidia el Puerto
del Callao (como insisten los historiadores bolivianos o los vende patria
chilenos), sino más bien por la idea de ser capaces de sostener la soberanía.
Esto, muchos chilenos no lo saben y muy pocos se han preocupado por hacerlo
público.
Luego de la
Guerra del Pacífico, veinte años después del bombardeo de Valparaíso, nuestra
escuadra y nuestro ejército quedaron en muy buen pie para darle una buena
lección a los políticos argentinos, pero nuevamente asomó esa idea de la
americaneidad mal entendida y de la argentinización de nuestros políticos,
tanto liberales como exaltados. Todo lo que venía del otro lado de la
cordillera era verídico y maravilloso. Tal cual lo vemos – en algunos - en la
actualidad, que todo aquello que viene del otro lado de la frontera, sea cual
sea la frontera y su origen, es la verdad a la que debemos adherir y abrazar.
España, a
pesar de todo, siempre nos prodigó con su amistad fraterna, mientras que el
Perú a la primera oportunidad nos clavó la daga por la espalda y todavía hay
quienes critican nuestro accionar en la guerra del Pacífico. Pareciera ser que
el Perú, considerándose a sí mismo la cuna de un Imperio y la sede de un
Virreinato, nunca pudo mirar con buenos ojos a quienes formaron parte de tan
miserable Capitanía.
¡Viva Chile!
La Historia
Tomado de la
página soberaníachile.cl
La explosión
intelectual antieuropea del siglo XIX.
Entre 1865 y
1866, el americanismo logró comprometer a Chile en una violenta guerra
completamente absurda y sin sentido, que dañó grave e innecesariamente las
relaciones con España y culminó en la destrucción de Valparaíso, el principal
puerto de este lado del Pacífico en aquellos años, relegando al país a un
destino secundario en el Cono Sur. De este episodio, por momentos bochornoso,
pocas veces hablan los historiadores comprometidos con el americanismo
entreguista si no es para exaltar y exagerar el "triunfo" de las
ideas pseudo bolivarianas.
Los costos de
este desastre hicieron que Chile terminara convertido en un país segundón en
Hispanoamérica, como consecuencia directa del precio pagado por culpa de un
puñado de irresponsables y antipatriotas que lograron influir sobre el Gobierno
de José Joaquín Pérez y sobre la vida política nacional, aprovechando en gran
medida el apoyo y el compromiso político que existía de parte de las fuerzas
nacionalistas y conservadoras que apoyaban al mandatario, proveniente del
Partido Nacional, pero que había contado con la ayuda de los grupos liberales,
desde donde procedía la mayor parte de los agitadores y entreguistas que
precipitaron los hechos de aquellos años.
Desde 1850,
aproximadamente, la elite de intelectuales y académicos chilenos intentaba
mantener viva la hoguera - ya fría - del americanismo bolivariano que, por
curiosa ironía de la historia, el propio país creado por Bolívar se había
encargado de desenmascarar, y ayudar a derrumbar, en los campos de batalla de
Yungay en enero de 1839. Relacionados invariablemente con la aristocracia
criolla, poco conocedores de la auténtica cultura americana por permanecer
permanentemente desconectados de la realidad nacional y levantándose rara vez
de sus fastuosos escritorios llenos de recuerdillos traídos de Europa, esta
casta de profesores y pensadores comenzó a gestar una cómoda y ociosa versión
intelectual del bolivarismo que, de alguna manera, ha persistido con tales
características hasta nuestros días.
Entre otros
delirios compartidos por el peregrinar americanista de aquellos años proponía
que, los países de la vieja Europa y su estructura cultural-histórica
constituían el pasado obsoleto, añejo y caduco, mientras que la realidad
americana representaba el futuro nuevo, con una raza mestiza joven y
prometedora, llena de innovadoras capacidades culturales y virtudes de
desarrollo amparadas en las banderas de la libertad y la democracia. Desde su
punto de vista, se trataba de la imposición de un modelo novedoso sobre otro
desgastado y decadente.
Una simple
revisión del triste panorama que ofrecían en aquellos días nuestra América
mestiza y nuestros pueblos "llenos de vicios y donde los ciudadanos
carecen de toda virtud", al crudo decir del Ministro Portales, habría
puesto de cabeza toda esta clase de afirmaciones grandilocuentes y de
altisonancias fanáticas. Sin embargo, la persistencia de regímenes despóticos
en Europa, los síntomas de decadencia moral en el Viejo Mundo, las crisis
monárquicas posteriores a la era napoleónica y otros varios conflictos de la
convulsionada época, permitieron alimentar la fiebre intelectual americanista
con indicios erróneos sobre la supuesta caída de aquella realidad representada
en el sólido europeísmo.
Curiosamente,
buena parte de la inspiración aislacionista y de la desconfianza intelectual
hacia la intromisión europea, provenía de la famosa Doctrina Monroe de 1823
("América para los americanos"), de los Estados Unidos, cosa que la
mayoría de los bolivarianos contemporáneos no estarían dispuestos a admitir,
ahora que esta proclama ha degenerado en el intervencionismo compulsivo
autorizado por el Corolario Roosevelt de 1904.
Fundamentos
del frenesí americanista.
Temor de
intervenciones internacionales.
Dentro de
este fundamentalismo ideológico, la Unión de los Estados Unidos comenzó a ser
percibida ya no como una inspiración de autonomía con respecto a Europa, sino
como un mugrón o un enclave europeo en América y, por lo tanto, también como
una amenaza colonialista. No estaban tan lejos de la realidad si vemos lo que
fue la política característica de esta nación, especialmente unos años después
de la Guerra Civil de 1861-1865, precisamente en el período de tiempo que
atendemos.
Hacia 1850,
el presidente Buchanan había solicitado autorización al Congreso para iniciar
un plan de educación destinado a formar los gobiernos de América Latina dentro
de los valores de la democracia y del sistema legal pues, por entonces, muchos
de ellos se debatían en medio de la barbarie social y la verdadera brutalidad
política, al no poder superar aún las etapas iniciales de organización
republicana. Sin embargo, la agresión golpista del norteamericano William
Walker y su ejército de mercenarios en contra de Nicaragua, que se toman el
poder el 22 de octubre de 1855, vino a alertar más aún la suspicacia
americanista contra los Estados Unidos y el temor por la alteración de la vida
independiente en América Latina, de parte de naciones poderosas o potencias con
propósitos imperialistas.
Fue aquí
donde el americanismo experimentó su primer gran fracaso, luego de que el
ministro Antonio Varas, inspirado únicamente en la generosidad y desoyendo lo
que le habrían aconsejado sus extraordinarios talentos políticos, ordenara el
envío de notas urgentes a todos los países hispanoamericanos para crear una
Liga Americana de autodefensa que actuara, como primer paso, en favor de
Nicaragua. Ya había hecho lo propio luego del intento estadounidense de 1854 de
apropiarse de las guaneras de Ecuador, ocasión en la que también denunció a
Washington ante la comunidad latinoamericana.
El
ruborizante resultado de esta nueva gestión en favor de Nicaragua fue que nadie
en la comunidad americana acogió la propuesta del noble patriota chileno, pues
los intereses comerciales con Estados Unidos y la apatía generalizada de las
repúblicas se impusieron a cualquier sentimiento solidario, indiferencia que
duró casi por los largos dos años de ocupación de Walker y sus filibusteros.
Una mirada
objetiva a este acontecimiento hubiese bastado para convencer a los chilenos de
lo aberrante e irreal que resultaba el discurso y la prédica americanista en el
continente. Pero dos hechos posteriores, uno en Santo Domingo y otro en México,
reflotarían los mismos sentimientos y las mismas ilusiones con destinos
tragicómicos.
Cuando Santo
Domingo se anexa a España, hacia 1861, como una vía de escape a la angustiosa
situación de guerras intestinas y de las permanentes agresiones de Haití, el
sentimiento de recelo antiespañol encontró una escuela y una gran excusa dentro
de Chile (quizás más que en cualquier otra nación de la comunidad americana),
aun cuando España abandonó la isla dominicana sólo cuatro años después,
imposibilitada de ponerle orden.
Estábase en
este ambiente incandescente, cuando Napoleón III inició una abierta agresión
contra México luego de que, por iniciativa del gran caudillo Benito Juárez, se
suspendieran los pagos de su deuda externa, especialmente la contraída con
Londres. Usualmente, se achaca a este cese la razón única que motivó a los
franceses a intervenir en Centro América, pero la verdad es que también
agravaba tanto o más este panorama la angustiante situación de los europeos
residentes en el país, profundamente afectados luego de casi 200 revoluciones
en sólo 40 años de vida independiente. Así, el 31 de octubre de 1861, se reúnen
en Londres los representantes de Gran Bretaña, España y Francia y planifican
abiertamente una invasión que habría de concretarse a partir de diciembre.
Tras años de
contienda, Napoleón III nombró a Fernando José Maximiliano de Austria -príncipe
de la Casa de Habsburgo y hermano de Francisco José I de Austria- como
Emperador de México. Pero la tenaz fuerza guerrera mexicana y la fortaleza de
Juárez llevaron a un violento y prolongado alzamiento que culmina pasando por
armas a Maximiliano y sus generales, en junio de 1867.
Muy mal
informados de los acontecimientos por la precariedad de las comunicaciones de
la época, e ignorantes también de las circunstancias reales que habían desatado
los hechos de Santo Domingo y México, los americanistas chilenos -acostumbrados
a abusar de la credibilidad en su calidad de sacrosantos intelectuales de peso-
se sumaron al más escandaloso y aberrante griterío antieuropeo, con toda clase
de afirmaciones y bravatas tan disparatadas como absurdas.
A pesar de
que el episodio de México significó el repudio de los propios franceses contra
su emperador; a pesar de que España e Inglaterra abandonaron a Napoleón III en
su aventura antes de la coronación de Maximiliano; a pesar de que gobiernos
americanos como el de Mitre en Argentina reconocieron al soberano e
intercambiaron con sus agentes en Europa; a pesar de que hasta los Estados
Unidos realizaron gestiones en favor de los revolucionados durante el dominio
de Maximiliano de Austria; y a pesar de una serie de otros hechos
indesmentibles, se intentó hilar la presencia franco-prusiana en el país azteca
con la de los españoles en la isla dominicana, creándose la leyenda negra y
temible de una nueva ofensiva colonialista europea contra América Latina, que
exigía urgentemente la unión de los países hispanoamericanos en un frente común
y de inspiración bolivariana, claro está.
El solidario
gesto del Congreso de Colombia al otorgarle a Juárez el título de
"Benemérito de las Américas" como un reconocimiento a su defensa de
la libertad de México, hacia 1864, fue considerado a esas alturas como un
símbolo de la libertad de todo el Centro y Sudamérica, amenazada por el enemigo
europeo.
Incidente
hispano-peruano y la toma de las islas Chincha.
En 1860, las
relaciones entre España y el Perú permanecían absolutamente cortadas, falta de
contacto diplomático que había impedido, hasta entonces, el reconocimiento
oficial de la independencia del ex Virreinato. Por aquellos años, la actividad
de extracción de guano era el mayor sustento del Perú y las covaderas del
archipiélago de las islas Chincha, era uno de los principales centros activos
de la industria.
Ese mismo
año, zarpaba al Pacífico una escuadra española destinada a resguardar a sus
paisanos residentes en América, que eran objeto de reiteradas amenazas,
tropelías y agresiones similares a las que, como hemos visto, motivaron en
parte (o sirvieron de excusa) para la participación española en la intervención
de México. En Chile, el bullicio americanista habría de cesar temporalmente a
partir de 1862. Al año siguiente, llegaba la escuadra hispana a Valparaíso, el
5 de mayo, y el 10 de julio, lo hacía en el Callao, siendo recibida con festejo
y alegría en ambos puertos. Zarparían poco después hacia California.
Pero
exactamente en esos meses, se gestaba en Lima un fuerte plan de ofensiva para
recuperar el predominio oceánico y comercial que en Perú sentían haber perdido
al ser arrebatado por Chile y la doctrina portaliana de la defensa del Estado
en forma, tras la Guerra contra la Confederación Peruano-boliviana de
1836-1839. Por alguna razón, un fuerte sentimiento antiespañol corría humores
calientes también en la sangre de autoridades civiles y militares peruanas de
la época, producto de este afán, al punto de que se propuso la directa creación
de una Liga contra España, que el ilustre General peruano Ramón Castilla logró
contener con una sensatez y altura de miras no frecuentes por este lado del
mundo, durante su presidencia y aun después de ella.
Nada pudo
impedir, sin embargo, que el 4 de agosto de 1863, un grupo de 40 peruanos
armados y pasados de copas atacaran con armas en mano a una colonia guipuzcoana
de Talambo, realizando una fiesta de salvajadas que enardecieron a las
autoridades españolas y provocaron el regreso de la escuadra al Callao, el 13
de noviembre, acompañada del diputado representante Eusebio Salazar Mazarredo.
Vale recordar que esta clase de abusos y crímenes contra extranjeros fueron muy
comunes en aquellos años, hasta en los desiertos de Tarapacá, afectando también
a trabajadores chilenos que, en condición de obreros inmigrantes, operaban en
las guaneras y las aldeas peruanas.
El diputado
español zarpó nuevamente a Madrid para pedir acreditación y enfrentar en el
Perú los hechos. Una serie de hostilidades políticas entre España y el Perú
siguieron a estos acontecimientos. La falta de un conducto regular - de relaciones
diplomáticas - agravaron las situación y Salazar Mazarredo retornó a suelo inca
en marzo de 1864, con la intención de exigir una indemnización, portando esta
vez credenciales de Comisario Especial para el Perú, calidad que el Canciller
Ribeyro no le reconoció, desatando nuevas molestias entre los representantes.
A la sazón,
la nación peruana no había experimentado un estado de prosperidad,
precisamente, desde su entrada a la vida republicana. Si bien gozando de una
situación bastante mejor a la de otros períodos, según parecía, se mostró
indispuesta a pagar el enorme empréstito que Chile le había otorgado para
sostener su independencia (y que, de hecho, jamás fue cancelado entero), por lo
que la sola palabra indemnización le sonaba como un golpe bajo. Además, el
Estado del Perú ya mantenía desde 1860 todas sus covaderas de guano hipotecadas
bajo los derechos de extracción comprados por la Casa de Augusto Dreyfus &
Hermanos, vinculada a la poderosa banca judeo-francesa, a cambio de otro enorme
empréstito cuya retribución aún no se completaba ni en una fracción siquiera.
Una nueva deuda alteraba sus planes financieros, razón por lo que la mera idea
de las compensaciones económicas murió casi al mismo instante de ser propuesta.
Comprendiendo
la sensibilidad de los yacimientos de guano en la economía peruana, Salazar
Mazarredo canalizó toda su molestia e indignación proponiéndole al Almirante
Pinzón, jefe de la escuadra, tomarse las islas peruanas Chincha, frente al
Callao, declarando rota la tregua entre ambos países y explotando el guano que
abundaba en ellas por todo el período que corra hasta que el Perú pagara las
satisfacciones correspondientes al incidente de Talambo. Así, el día 14 de
abril, eran ocupadas las islas por las fuerzas hispanas.
Noticias
llegan a Chile.
Dura e
irracional actitud de La Moneda
La noticia de
los incidentes de las islas Chincha llegó a Santiago hacia el día 30 siguiente.
Podría
decirse que los americanistas realmente celebraron el acontecimiento, pues
comprobaba todos sus temores delirantes sobre el fantástico intento de
reconquista de parte de España y estimulaba la búsqueda de una nueva razón para
reflotar el alicaído sueño de alianza continental, bajo una deforme supuesta
inspiración del sueño de Bolívar.
"Por fin
-escribe Oscar Espinosa Moraga-, los americanistas sintieron justificadas sus
inquietudes desprestigiadas por tanto pie en falso y felices se lanzaron a la
calle denunciando que España reivindicaría toda América. Recomenzaba, pues, la
lucha de la independencia. Y Chile debía salir una vez más en defensa de todo
el continente. El odio profundo y enconado a la ex metrópoli, adormecido, pero
no enterrado, afloró en todos los corazones".
Aunque la
formación nacionalista del Presidente José Joaquín Pérez y del Ministro Manuel
Antonio Tocornal no les permitía creer en tamaño disparate de la
"reconquista", las presiones de los adictos a la intelectualidad
americanista -como Manuel Antonio Matta, Isidoro Errázuriz, Federico Santa
María, José Victorino Lastarria y Benjamín Vicuña Mackenna- tuvieron gran
implicancia en el desarrollo político y consiguieron torcerle la mano a la
voluntad de las propias máximas autoridades de La Moneda. Recuérdese, además,
que el apoyo electoral de Pérez había sido multipartidista y no sólo desde el
nacionalismo criollo, por lo que las fuerzas políticas en condición de
presionar al Gobierno eran muchas y variadas.
Con fecha 7
de mayo, Tocornal se vio prácticamente obligado a entregar una circular
dirigida a todos los gobiernos sudamericanos en busca de apoyo para el Perú y
en contra de los españoles, a pesar de oponerse a un conflicto y enfrentarse
con Santa María dentro del gabinete por esta posición. En una oscura movida
política, sin embargo, Santa María y Errázuriz consiguieron hacerle renunciar
al ministerio ese mismo día, y se colocó en su lugar a Álvaro Covarrubias,
medida que contribuyó a la violenta escalada belicosa que los americanistas
preparaban, aun cuando no se acomodara del todo a las expectativas
presidenciales de Santa María, que habían motivado gran parte de sus presiones
contra Tocornal con la intención de sustituirlo en la Cancillería.
Santa María,
en consecuencia, renunció también, pero tras bambalinas comenzó a participar de
la organización del congreso americanista que esperaban convocar con la
invitación para apoyar al Perú, y al que se enviaría a Manuel Montt como
representante de Chile. Empeorando la situación y sellando el destino que se
venía encima, Santa María ocuparía el cargo de Ministro Plenipotenciario de
Chile en Perú, completando el conjuro.
Pero, para
nuevo bochorno, las respuestas de los cuerpos diplomáticos del resto del
continente resultaban casi invariablemente negativas, tal como en 1855, cuando
se quiso salir en defensa de Nicaragua. A pesar de lo que la razón dictaba
hacer, a raíz del desarrollo de los hechos, la inexperiencia de Covarrubias le
llevó a creer en la conveniencia de esta quijotada y a dar el amén a los
americanistas, continuando así el curso inicialmente trazado de la gestión, muy
al pesar del presidente Pérez.
De nada valió
una reunión realizada el 6 de mayo de 1864, entre los representantes chilenos
en Lima y el jefe de la escuadra española, donde los venidos de la península
declararon no tener intereses de reconquista o reivindicación, sino meramente
compensatorios; ni la gestión desesperada del Plenipotenciario de España en
Chile, don Salvador de Tavira, que ocupaba el cargo desde 1848, en favor de
disipar las nubes del error de interpretación de los sucesos. De nada valió, tampoco,
una circular dirigida a los mandatarios de América el día 24 de junio, donde el
Gobierno de España desautorizaba la acción de Pinzón y Salazar Mazarredo,
declarándola fruto de iniciativas particulares de los implicados y negaba
cualquier intención de reconquista, solicitando al Perú el pago de la
indemnización para la desocupación de las islas...
Nada valió,
porque los americanistas querían guerra, soñaban con el enfrentamiento y con
una justificación para dar rienda suelta a todos sus más bajos sentimientos
antihispanos.
Así las
cosas, Chile salió prácticamente solo a defender al Perú y a expulsar a los invasores
en una campaña que estuvo llena de victorias, pero que envenenó por largo e
innecesario tiempo las relaciones con la Madre Patria, costó la destrucción del
puerto de Valparaíso y no fue capaz de generar sentimiento alguno de lealtad de
parte de la nación peruana hacia su vecino y aliado.
Consecuencias
del "Congreso Hispanoamericano" de Lima. Hechos detonantes.
Decididos a
desencadenar un conflicto de proporciones, el 28 de octubre de 1864 los
agitadores lograron sacar adelante, en Lima, su mentado Congreso
Hispanoamericano en favor del Perú.
Para hacer
más patética la situación, sin embargo, muchos peruanos se manifestaron allí
muy poco interesados y escasamente contagiados del fervor chileno representado
en la propuesta que, como delegado, le tocó exponer a Montt, quien advirtió de
inmediato este problema, iluminado por su sagacidad y alto sentido estadista,
también poco característicos de la media de los políticos chilenos. El
presidente Juan Antonio Pezet y el ministro de Guerra Manuel Ignacio Vivanco,
de hecho, ya estaban negociando secretamente con Pinzón una salida limpia o
medianamente decorosa para el Perú, después materializada en el llamado
"Tratado Vivanco-Pareja".
Como la
información de los acuerdos logrados tras bambalinas para pagar una
indemnización a los hispanos aún no era dada a la luz pública, los fanáticos
americanistas peruanos que aún pululaban por el país incásico, no tuvieron
tiempo de encender una gritadera histérica contra España y contra todo posible
acuerdo con la Madre Patria como lo hacían los chilenos, salvo por algunos
agitadores que, con entusiasmo, acogieron la idea del congreso
Hispanoamericano.
Toda la
cuestión del Pacífico se extinguía así, por sí sola, cuando Pinzón, intentando
mejorar las condiciones de una solución, abandonó el liderazgo de la escuadra
delegándola en el Almirante José Antonio Pareja. Para desgracia del devenir,
Pareja abrigaba profundos sentimientos anti-chilenos, al atribuir a este país
la responsabilidad por la muerte de su padre fallecido en Chiloé, de una
enfermedad respiratoria, durante la Independencia. La presencia de los
afiebrados chilenos clamando sangre española en nombre de una degenerada
interpretación del americanismo era vista por Pareja como una intromisión inaceptable,
y no estaba lejos de ser cierto. La idea de la venganza se desplazó
rápidamente, así, entre la flota.
Para peor, la
revelación de la noticia de los posibles arreglos entre Perú y España cayó
inesperadamente como bomba en gran parte de la sociedad peruana,
sobre-estimulada con el famoso Congreso y con la actitud de la intelectualidad
chilena, que se por tenía entonces ejemplar y honorable ante la prepotencia
hispana. En la formación de estos ánimos participaría con entusiasmo Vicuña
Mackenna, quien pasaría después por el Perú para establecer contactos y
coordinaciones antes de zarpar nuevamente y de incógnito a los Estados Unidos,
como agente confidencial, para vigilar la actitud de Washington.
Las
nervaduras de razón y cordura peruana que aún tenían la intención de resolver
el asunto pacíficamente, también comenzaron a ser impregnadas más y más del
delirio antihispano, al punto de que el General Vivanco debió dimitir al cargo
ministerial tras una serie de protestas y ataques en su contra, pues los activistas
no le perdonaron haber firmado un acuerdo con Pareja, donde le quitaba el
carácter americanista al asunto y, acorde con el criterio del almirante
español, reconocía que este impasse comprometía sólo a los gobiernos de España
y Perú.
En este clima
volcánico, el 25 de enero de 1865, Pareja declaró expresamente que comenzaría
hostilidades en 48 horas si no se cancelaban las indemnizaciones. La
irresponsabilidad y el delirio americanista, finalmente, comenzaba a pasarles
la cuenta a los dos pueblos del Pacífico. Habían dejado regado un sendero de
pólvora en el camino de las relaciones internacionales y la historia
diplomática, listo para explotar con las chispas de la virulencia y el ataque
sistemático contra España. A esas alturas, no menos habían hecho sus camaradas
peruanos, tanto o más contagiados de fervor que los chilenos.
Las malas
relaciones entre Chile y España existentes desde algunos años antes, fueron
abono para el entusiasmo confrontacional y para la insensatez confundida con la
valentía. Era la cara más siniestra y belicosa de un movimiento que ha sabido
asumir hasta hoy, sin embargo, el disfraz del pacifismo y fraternidad según las
circunstancias del contexto lo recomienden, condenando los enfrentamientos
armados o idealizándolos con orlas de heroísmo de acuerdo a las conveniencias
que tengan para la difusión de su escuela.
Por primera y
única vez en la historia, Chile intentaba hacer el indecoroso papel del matón
maletero, que se mete como tercero en pelea de dos, sin que lo llamen ni lo
inviten, y por poco casi termina solo. Y, por increíble ironía del destino,
esta acción insana estaba condenada a llevar a Chile a su mayor alejamiento
histórico de la comunidad vecinal y particularmente del Perú, en lugar de
afianzar los supuestos lazos y vínculos fraternos que inspiraron tamaña
exhibición de insensatez.
Empujado por
los americanistas interesados en que Lima evadiera la vía decorosa y pacífica
para solucionar el problema con los hispanos, Chile repitió el mismo
ofrecimiento de ayuda al Perú manifestado en el Congreso Hispanoamericano de
Lima.
Como era de
esperar, esta perversa solidaridad fue muy mal tomada por España y por Pareja,
quien envió al ministro español Tavira, en Santiago, una nota con fecha 5 de
febrero de 1865, manifestando su interés en exigirle a Chile explicaciones y
reparos por sus muestras de hostilidad hacia su país. Tavira, que era un hombre
por sobre todo honorable, intentó evitar el conflicto en un curioso acto final
de lealtad y defensa hacia Chile que los americanistas ignoraron ciegamente y
que le costó la destitución, colocándose al propio Pareja en la representación
plenipotenciaria de la península en Chile.
Las protestas
y las reacciones virulentas del hormiguero en contra del nuevo ministro, no se
harían esperar.
El
americanismo regional precipita la guerra contra España.
Siete largos
y tensos meses transcurrieron, sin que el coro de antiespañoles cesara en
Santiago o en Lima. La prensa y las revistas políticas dieron con todo a la
península, generando más y más resquemores.
Para el mes
de septiembre, la paciencia se les acabó. Pareja partió a Valparaíso y el 17
entregó al Canciller Covarrubias sus exigencias para el reparo chileno a la
escalada de "insolencias" contra España y contra la Reina Isabel II,
a través de un ultimátum: "21 cañonazos de honor" frente al pabellón
español y una disculpa pública. Vencido el plazo, el día 24, notificó del
bloqueo a los puertos chilenos. Secretamente, evaluaba la idea de castigar los
puertos de Valparaíso o de Lota como represalia.
Se daba, de
este modo, la excusa final que necesitaban los fanáticos que habían precipitado
a Chile hasta esta insólita y gordiana situación. Unas horas más tarde, el
Congreso Nacional autorizaba al ejecutivo para declarar la guerra a España.
Antes de terminado el mes, el presidente Pérez, sobrepasado por los hechos, le
declara la guerra a la nación hispana en medio de la alegría de quienes la
gestaron y del pesar de los que previeron la irracionalidad de tal aventura. El
3 de octubre, salía Vicuña Mackenna a cumplir sus misiones confidenciales a
Perú y los Estados Unidos.
Para
comprender la prepotencia que entonces ofrecían los antiespañoles de Chile y el
Perú, debemos recordar no sólo la condición de eventual y conveniente alianza
hacia la que tendían entonces ambos países, sino la sensación triunfalista que
compartían ambos a pesar de la fama amedrentadora de la flota española. También
se explica por el actuar desbordado de los americanistas en Chile, y la de
quienes no renunciaban a la restauración de la hegemonía del Perú en el
Pacífico. Lima no estaba tan lejos de sus cálculos optimistas: Su Marina de
Guerra era bastante prestigiosa y, precisamente para enero de 1866, se esperaba
la llegada de dos monstruos navales construidos en los astilleros ingleses: el
"Huáscar" y la "Independencia", dos verdaderas joyas para
la época por sus capacidades de guerra, velocidad, resistencia de coraza y
tecnología. Sin embargo, el arribo se atrasó por casi siete meses, como veremos.
El caso de
Chile es digno de reflexión. La historia tejida en la región por verdaderos
iconos vivientes de la marina de guerra, como el Almirante Blanco Encalada, el
Almirante Williams Rebolledo y, por supuesto, el servicio del inglés Lord
Thomas Cochrane, además del prestigio que con sólo unas pocas naves se haría la
flamante escuadra chilena durante la Independencia del Perú y también durante
la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, habían puesto muy alta la
capacidad de admiración internacional por esta Armada y su indiscutida calidad,
especialmente en países como Perú y Argentina, donde muchas veces se dio por
segura esta convicción y se actuó diplomáticamente considerándola real. Sin
embargo, el prestigio del recurso humano superaba ampliamente la realidad del
material armado con que se contaba en la práctica, y que tanto dentro como
fuera de las fronteras tendían a ser percibidas erróneamente en un nivel
parejo. La realidad era que la falta de renovación tenía a Chile básicamente
con sólo dos naves capaces de hacer mediano frente al sismo que se venía
encima: la vieja corbeta de madera "Esmeralda" y el mercante
"Maipo", adaptado con sólo 4 cañones para fines bélicos.
Esta
situación casi irrisoria intentó ser solucionada contra el tiempo, enviado
urgentemente al Almirante Roberto Simpson a los Estados Unidos, con objeto de
negociar la compra de 4 buques, con los que se creía suficientemente reforzada
la Armada para la necesidad de cubrir la gran cantidad de costas y puertos
amenazados por la reacción española. Pero, para empeorar las cosas, la gestión
de Simpson fracasó al no poder acceder a modelos de naves más apropiadas a las
circunstancias que las ofrecidas por los norteamericanos. Se le despachó,
entonces, a Inglaterra. La intención era construir un buque gemelo al
"Huáscar", pero la guerra concluiría antes que el navío, que fue
terminado y vendido a Turquía más tarde, rebautizándosele
"Sufti-Djelil", nave hundida durante la guerra con Rusia.
Es bueno
detenerse en este último punto y anotar al margen un asunto de vital
importancia: La gestión que Simpson comenzara en Estados Unidos y prosiguiera
en Inglaterra es, en definitivas cuentas, la misma que años más tarde se
reactivara culminando en la compra, armado y arribo de los dos famosos
acorazados "Cochrane" y "Blanco Encalada". Pero el hecho de
que la necesidad de adquirir estos buques haya comenzado con relación a la
Guerra con España de 1865-1866, desmiente rotundamente la grosera versión
peruana insistida en muchos de sus libros de historia (muy mal documentados o
intencionalmente desapegados a la realidad, no sabemos si lo uno o lo otro)
respecto de que la adquisición se habría iniciado con un supuesto "plan
armamentista chileno" para invadir Bolivia y Perú durante la Guerra del
Pacífico y para apropiarse de todas las salitreras de Atacama y Tarapacá. De
hecho, la compra de estos navíos estuvo suspendida y habría sido
definitivamente postergada, si no fuese por las insistencias al presidente
Pérez realizadas por unos pocos cerebros centrados, como las provenientes de
Abdón Cifuentes, a la sazón Oficial Mayor de Relaciones Exteriores.
Como vemos,
el interés chileno en reforzar la Armada no sólo se relaciona con la necesidad
evidente y obvia de ampliar su obsoleto material de guerra en pleno conflicto,
sino que también se inscribía en el afán de asistir al Perú frente a España, y
no en algún oscuro y fantástico proyecto expansionista.
Chile cede su
soberanía en Atacama para conseguir adhesión de Bolivia.
Buscando
entusiasmar un espíritu americanista generalizado que en la realidad
continental era más romántico que cierto, Chile perseguía desde agosto de 1864
el apoyo de otras naciones para la causa con el Perú. Como se habrá recordado,
por esos días Chile y Bolivia sostenían una agria disputa territorial por
Atacama, que estaba al borde de convertirse en guerra armada, luego de emitido
un decreto boliviano del 5 de junio de 1863, que autorizaba al Ejecutivo a
declararla. Sin embargo, la inminente guerra de Chile y del Perú contra España
desvió momentáneamente la atención y reflotó sentimientos de unidad
independentista que parecían guardados en el armario de los recuerdos de la
emancipación, inspirando lo que sería poco más tarde el Tratado
chileno-boliviano de 1866.
El encargado
de representar a Chile en este nuevo nivel de relaciones con el Altiplano fue
el propio Domingo Santa María, cuya retórica y fanatismo tuvo gran llegada en
aquella nación que con su propio nombre homenajeaba al Prócer Bolívar. Aun así,
para moderar el discurso poco aterrizado del representante, se incluyó en la
misión a La Paz al ilustre futuro ministro de Guerra, Rafael Sotomayor.
De este modo,
Bolivia no estuvo ajena al contagio fanático ni a las conveniencias de la
alianza. El triunfo naval en Papudo habría de generar tan fuertes alteraciones
en la mentalidad colectiva americana, incluso entre los enemigos históricos.
Para aliviar
la tensión con Chile, los mismos americanistas que llevaron a empujones a esta
guerra, sacaron a la luz una forma fatídicamente entreguista de salvar la
incómoda situación: fijar un límite en el paralelo 24° (con lo que Chile
renunciaba a la mitad de su territorio atacameño, reclamado por Bolivia, que
alegaba el límite Norte chileno en el 26º) y una repartición de los impuestos
por el guano y por los minerales extraídos entre el 23º y 25º. Lo único que se
pedía a cambio de la enorme entrega, eran facilidades en la labor de los
chilenos en la zona, como impuestos o gravámenes especiales. Bolivia lo aceptó
logrando con ello, por primera vez de manera formal, una salida marítima
reconocida por Chile a través de instrumentos internacionales.
Ambos países
firmaron el compromiso de tratado hacia marzo de 1866; enviaron sus respectivas
legaciones para desarrollar el tema y se creyó absolutamente superado el problema
limítrofe. Los acuerdos no se verían materializados sino hasta unos meses
después, con el Tratado de Límites del 10 de agosto.
Entusiasmado
con el desarrollo de los hechos, el controvertido presidente altiplánico,
General Mariano Melgarejo, llegó a nombrar como General de División del
Ejército de Bolivia al propio presidente Pérez de Chile; al secretario de la
Legación de Chile en Sucre, Carlos Walker Martínez, lo nombró Coronel de
Ejército y al jefe de la misión chilena, Aniceto Vergara Albano, lo investiría
como Edecán de Guerra y luego Ministro de Hacienda.
A este gesto
de hermandad desbordada, el mandatario de La Moneda contestó designando a
Melgarejo en el mismo cargo de honor dado por éste, con respecto al Ejército
chileno. Todos premiados, todos honrados y todos felices. Eufórico, Melgarejo
dictó un decreto el 18 de marzo de 1866 donde declaraba ahora:
"Las
fronteras de Bolivia no se considerarán desde esta fecha, respecto de los
americanos del Sur, sino como líneas matemáticas destinadas a determinar el
límite de la jurisdicción nacional".
En estas
circunstancias, el 22 de marzo entra a la alianza el Altiplano. Todo listo para
la ofensiva antiespañola. Demás está recordar, sin embargo, que, con el tiempo,
Bolivia fracturó los acuerdos pactados, exigió mayor cantidad de territorios y
utiliza hasta el día de hoy esta entrega irresponsable como la "prueba"
de que Chile reconocía sus supuestos derechos ancestrales en el litoral
atacameño.
Costo de la
ofensiva diplomática en favor del Perú.
Argentina
saca partido.
Un caso
aparte, sin embargo, lo representó la Argentina. Su presidente Bartolomé Mitre
era uno de los principales ideólogos de la "hermandad
latinoamericana" y publicista de la mutua cooperación continental, por lo
que a sus discípulos chilenos les parecía evidente anticipar un compromiso
moral de ayuda a Chile en esta difícil tarea de liberar las islas del Perú.
Como dijimos,
desde agosto del año anterior, José Victorino Lastarria se paseaba por América
intentando reclutar la adhesión de las Provincias Unidas de La Plata, del
Uruguay y del Brasil en favor del Perú y también para:
"...todos
los casos de guerra originados de ataques directos o indirectos contra la
soberanía, independencia e integridad territorial y, en general, contra la
seguridad de alguna de las partes contratantes o de los otros Estados
americanos, ya vengan tales ataques de la América misma, o de otras
naciones".
Le
acompañaban en esta misión Guillermo Blest Gana, Demetrio Lastarria, Alejandro
Carrasco Albano y Francisco Subercaseaux, pero el grado de su investidura y el
agresivo carácter entreguista de Lastarria serían el criterio que se impondría
a lo largo de la gestión diplomática.
A pesar de
todo, les esperaba un gran desengaño en Buenos Aires... Ahogado en el mismo
sentimiento delirante e irracional que alfombró este episodio, Lastarria
contaba a ojos cerrados con la asistencia de su amigote Mitre, aún antes de
salir de Santiago. Su proyecto, sin embargo, estaba destinado al fracaso.
Cualquier diplomático con dos hemisferios cerebrales coordinados lo habría
anticipado excepto, claro está, uno imbuido en las obsesiones americanistas del
ministro. Si en el caso de Bolivia las tentativas de acuerdo del que sería el
posterior Tratado de 1866 le parecieron provechosas en el momento, la disputa
que se sostenía entre Chile y Argentina por los derechos territoriales en la
Patagonia sobrepasó todo el interés de este último país por incorporarse o
emular la insensata aventura chilena. El punto que a la Casa Rosada de seguro
iba a resultar inaceptable -y que Lastarria fue incapaz de prever por su
ceguera y por los excesivamente optimistas consejos de otro amigo argentino, el
Dr. Rawson-, era la base de prescripción de la alianza que declaraba:
"Aunque
los momentos actuales no son oportunos, acaso hallará s V.S. ulteriormente una
coyuntura favorable para discutir y tratar de resolver amigablemente con el
gobierno argentino la cuestión territorial que se halla pendiente entre los dos
países".
Atormentado
por la negativa rotunda de Argentina a reclutarse en la causa peruana y por la
fuerte campaña anti -chilena incitada en Buenos Aires por la comunidad española
residente, el ministro llegó a ofrecer al apático Mitre -y abusando de su
cargo- parte del Estrecho de Magallanes para la Argentina si ésta participaba
del conflicto, declarando, de paso, que Chile no tenía interés real en la
Patagonia Oriental. El día 22 de febrero preparó su segunda carga y presentó
una aberrante propuesta a la Casa Rosada, que constituiría en gran medida el
encendido de mecha que necesitaban los argentinos para consagrar su convicción
de derechos territoriales históricos en la Patagonia y Magallanes. En ella,
Lastarria (que, desde su entrada al Congreso, hacia 1849, era un declarado
enemigo de las colonias chilenas en el Estrecho) ofrecía fijar una línea
divisoria en la cordillera y la repartija de Magallanes. Esto desató airadas
protestas y descontento popular en Santiago.
Para
Lastarria, debió ser un golpe durísimo recibir una terminante negativa de
Mitre, luego de su larga y entusiasta exposición durante el día 24 de marzo.
Jamás, en su inocencia de intelectual entreguista y semi-burgués se imaginó la
respuesta de aquel gran "americanista" que había estado exiliado en Chile
durante la dictadura de Rosas, siendo recibido como un hermano y haciendo allí
toda clase de malabares por la unidad continental. Ahora, Mitre golpeaba la
mesa repudiando la propuesta y justificándose en la repulsión que le provocaban
estas cruzadas fraternas entre países, que comparó con el acto de "jugar a
las muñecas como hermanas", según le confesó a Domingo Faustino Sarmiento
por carta escrita pocas horas después de este encuentro.
Presa del
hipócritamente escondido sentimiento racista antiespañol propio del fanatismo
americanista, Lastarria -convencido de poder lograr la unión de los argentinos
en la causa en base a la insistencia y desechando al Brasil- escribía el 14 de
octubre de 1865, una muy escatológica y poco diplomática carta a Miguel Luis
Amunátegui, en la que se lee:
"Yo haré
cuanto pueda, y, si logro un buen convenio, perseguiré a los españoles hasta
dentro de la Catedral de Buenos Aires. Pero, si Ud. y Covarrubias cree que acá
se puede hacer mucho, ¿qué simpatías se pueden esperar del Plata, donde viven
cincuenta mil españoles, ni de esos gobiernos aliados del imperio negrero, el
imperio invasor y usurpador de las soberanías del mismo Plata, de los que han
llevado mintiendo durante el largo martirio de la Banda Oriental, de los cómplices
de la destrucción sacrílega del Paisandú, y que hoy tendrían aún miedo de
decirle a Chile una palabra amistosa?; ¡a la mierda esos carajos! Denme
elementos y verán cómo los pisoteo, persiguiendo a los españoles hasta debajo
de la cama de los presidentes."
Su gestión
fue, además de desastrosa para los propósitos que la inspiraron, una
experiencia nefasta para la soberanía chilena en Magallanes y la Patagonia que
se disputaba con la Argentina. Desautorizado por Covarrubias, Lastarria montó
en cólera y ladró a los cuatro vientos que Chile no poseía títulos en la
Patagonia, que Magallanes no le pertenecía, que los estudios de Amunátegui
sobre títulos históricos eran sólo "inducciones" e
"interpretaciones" e intentó darle valor a su canallesca propuesta
alegando que, con ella, su país lograba "tranzar" una parte de este
territorio, además de obtener la adhesión trasandina. Sin embargo, la
distracción provocada coincidentemente en esos días por el estallido de la
Guerra de la Triple Alianza, que comprometió al Brasil, Argentina y Uruguay
contra el Paraguay, terminó por aguar definitivamente las posibilidades de
éxito de su infame gestión.
El atraso en
la adhesión más bien simbólica de Bolivia no dolía tanto como la marginación de
Argentina y del Brasil, cuyas asistencias hubiesen sido garantía de triunfo
fácil y sin costos contra los españoles. Con mucha razón, Exequiel González
Madariaga escribió:
"El
aislamiento a que antes había quedado reducido Bolívar, el romántico de la
unidad americana, no había servido de experiencia".
Chile,
comprometido peligrosamente en una guerra ajena, aparecía ahora solo y
abandonado junto a un Perú que ni siquiera entraba formalmente aún al
conflicto, del que era principal protagonista. Con este fracaso, el daño
histórico provocado al interés chileno por la misión de Lastarria y sus
correligionarios, ya estaba hecho. Así, antes de empezar la guerra con España,
el costo diplomático para el país ya era enorme, pues la posición argentina en
el debate patagónico jamás se replegó de las posibilidades que Lastarria se
mostró llano a aceptar sobre los territorios orientales a la cordillera y
Magallanes.
El
sentimiento antiespañol soltó riendas entre los delirantes americanistas, que
no escatimaron en gastos ni pérdidas para salir al rescate del Perú, nación que
-a la larga- demostró tremendas ingratitudes a su aliado, con enormes costos
económicos, sociales y políticos que envenenaron las relaciones con España.
Interesante
evidencia histórica para muchos personajes que actualmente veneran hasta el
llanto emocionado esta delirante guerra de "hermandad fraternal
americana" y que acusan a los nacionalismos locales como
"incitaciones al odio y la violencia" entre los pueblos. Por una
ironía de la historia, sin embargo, sería la propia España la que daría más
tarde grandes muestras de amistad hacia Chile entre fines del siglo XIX y
principios del XX, mientras que el Perú pagaría el favor con un pacto de
alianza secreta con Bolivia que fue fundamental en la explosión de la Guerra
del Pacífico.
La mano de la
oscura "Unión Americana" tras la alianza Chile-Perú.
Para
comprender la mentalidad de Lastarria, Vicuña Mackenna, Santa María y los demás
afiebrados con la paranoia seudo bolivariana de esos momentos, es necesario
recordar su militancia en la llamada Unión Americana, una organización que
había sido fundada en Chile entre 1862 y 1864, al parecer ligada con la
masonería y con el propósito de bloquear la imaginaria intromisión europea en
América Latina, como consecuencia de los hechos de Santo Domingo, México y
finalmente las islas Chincha del Perú.
Los miembros
chilenos de la Unión llegaron a actos de increíble traición a los valores
patrios, con el objeto de mantener la amistad entre las Repúblicas de vecindad
americana, remontando sus currículos a tiempos previos a la fundación de este
grupo. La fundación en Chile de la organización parece haber estado dirigida
por Vicuña Mackenna, uno de sus principales publicistas y autor de hecho de los
documentos impresos que sirvieron de verdadera Biblia a esta corriente, cuya
actitud enfermizamente entreguista sólo fue recapacitada y rectificada hacia el
final de su vida, cuando ya había comenzado la Guerra del Pacífico.
El presidente
de la Unión, Manuel Blanco Encalada, por ejemplo, en 1837 había llegado al
extremo de desobedecer las órdenes del Gobierno y, en vez de combatir contra
las fuerzas de Santa Cruz en la Guerra contra la Confederación
peruano-boliviana, negoció por cuenta propia la paz de Paucarpata y llegó
campante a Santiago pretendiendo poner fin al conflicto a través del papel. Con
el tiempo, algunos miembros de esta Unión Americana terminarían degenerando en
las más grotescas formas de argentinismo y de entreguismo imaginables. No es
audaz aseverar que, entre los miembros de la Unión, o al menos los de su sede
en Chile, anidaría el cáncer nefasto de un entreguismo de corte pretendidamente
americanista, que persiste hasta nuestros días.
La garantía
de la entrada de Bolivia a la alianza estaba condicionada por esta posibilidad
de un acuerdo sobre la cuestión de Atacama que, como se ha dicho, transitaba al
borde de llevar a ambos países a las manos. Deseosos de lograr la alianza, los
iluminados de la Unión ofrecieron -en nombre de la paz y del americanismo-
hacer que Chile renunciara a una enorme extensión del desierto considerado
propio, cediéndolo a la pretensión boliviana a cambio de hermandad definitiva,
como hemos señalado anteriormente.
A pesar de
todo, la Unión Americana había triunfado. No sólo había logrado provocar de la
nada una guerra que canalizara toda su filosofía de supremacismo americanista y
antieuropeo, sino también habían creído encontrar una razón para la alianza
americana que venían buscado sin éxito desde hacía décadas y que no tenía
excusas para tal evento desde los movimientos independentistas del
republicanismo emancipador.
Hasta
noviembre de 1865, Chile continuaba siendo el único país comprometido en
declaración de guerra con la península ibérica. A pesar de la discutible fama
triunfal que rodeaba a la escuadra chilena y que, como hemos visto, adolecía de
varios errores de ajuste con la realidad, el prestigio de la escuadra española
era infinitamente mayor y temible, amedrentando en gran medida la posición de
los demás países continentales y del propio Perú sobre el conflicto.
La guerra en
el mar: los combates de Papudo y Abtao.
Otro hecho
inesperado contribuyó a inflar aún más la ilusión tejida en torno a la
fortaleza de la Armada de Chile y a desmitificar aquella de la escuadra
española, cambiando la delicada situación en que se encontraba La Moneda.
El día 26 de
noviembre, y contra todo lo esperable, la vieja y quejumbrosa
"Esmeralda", al mando de Juan Williams Rebolledo, capturó la goleta
española "Covadonga" al mando del comandante Ferry, tras media hora
de combate en la Batalla de Papudo. El destino querría que, años después, ambas
naves protagonizaran otra heroica epopeya chilena en Iquique y Punta Gruesa, en
la jornada del 21 de mayo de 1879.
El efecto de
la captura fue una formidable inyección de optimismo para toda la costa del
Pacífico Sur, y un sentimiento de verdadera devastación e ira entre los
españoles. Enterado de los hechos dos días después, y notificado también de la
captura de sus 117 hombres en la nave, incapaz de convivir con la derrota en
manos de esos marinos chilenos que llamaba despectivamente "pescadores y
maleantes", el Almirante Pareja se suicidó de un tiro, dejando nota donde
exigía como deseo guerrero póstumo no ser sepultado "en aguas
chilenas". Le sucedió en conducción de la escuadra Casto Méndez Núñez, a
la sazón anclado en el Callao.
En este
contexto, mejor suerte que Lastarria tendría Santa María, quien había
conseguido la adhesión de palabra boliviana y ecuatoriana, y firmaba en Lima el
Tratado de Alianza con el Perú, el 5 de diciembre de 1865. La ratificación se
realizó el 16 de enero del año siguiente. Acto seguido, Perú declaró la guerra
a España. El día 20 de enero, Santa María regresó a Santiago, y el 30 adhirió
formalmente el Ecuador.
Pero otra
batalla vino a alimentar con más fuerza la hoguera. A principios de febrero se
encontraban en Abtao, en la entrada del Seno de Reloncaví, la flota chilena
constituida por la "Esmeralda", "Maipú" y la recién
incorporada "Covadonga", acompañada de la flota peruana que agrupaba
al "Apurímac", "Lautaro" (ex "Lerzundi"),
"Unión" y "América". Un inesperado naufragio impidió que
esta fuerza contara con el "Amazonas" peruano, perdido a la entrada
del canal Chayahué pocos días antes. Sus cañones, sin embargo, fueron
rescatados y colocados como baterías costeras de Abtao.
Ante la
ausencia de novedades, la "Esmeralda" había salido el día 5 de
febrero a Ancud por provisiones. Dos días después, llegaban las naves españolas
"Villa de Madrid" y "Blanca", que abren fuego contra el
grupo inmóvil desde la distancia, recibiendo bastante menos respuesta de la que
pudiese esperarse, pues las naves "Apurímac" y "América"
estaban en reparaciones y fuera de condición de combate, al contrario de la
impresión que dejan muchos historiadores españoles al omitir este detalle y
alegar que la lucha fue contra cuatro buques: la "Covadonga" y la
"Unión", además de los dos averiados.
Tras 45
minutos de cañoneo mutuo, con muy pocas bajas y daños, los españoles se retiran
hacia Valparaíso, donde llegarán el 15 de febrero siguiente. Muchos
historiadores chilenos y peruanos, muy mal aconsejados por el orgullo niegan
hoy que el combate dejó una sensación de triunfo español entre los aliados,
pues las naves hispanas consiguieron romper la defensa de la escuadra y
penetrar el apostadero de Abtao por unos minutos y huir casi tranquilamente.
Esto desató más sentimientos de rencor contra el enemigo.
Vale dejar
constancia, sin embargo, que corría por entonces una gran molestia generalizada
contra el puñado de americanistas que precipitaron todo este proceso, de modo
que las bases esenciales de esta precipitada aventura belicista ya estaban
siendo cuestionadas y puestas en juicio. El sentimiento era que, por el sólo el
hecho de que, desde la reacción española, se había convertido en Chile y Perú
este conflicto en una cuestión de honor, de ahí en adelante pudieron contar los
agitadores a ambas naciones con las condiciones ambientales necesarias para
llevar a efectos esta guerra que, en otras circunstancias, habría sido impopular
e imposible.
Grandes
muestras de heroísmo iban a anticiparse en esta guerra, entre ellos, la de
personajes como Arturo Prat, entonces joven marino al servicio de la Armada.
Allí conocería al Almirante Miguel Grau luchando como aliados. Y ambos se
verían enfrentados por el destino, años más tarde.
No obstante,
las victorias, en la práctica el costo de haberse involucrado en esta empresa
delirante iba a tener para Chile sólo saldos negativos, que amargaron sus
triunfos meramente útiles a la autoestima colectiva.
Chile paga la
onerosa victoria.
El desastroso
bombardeo de Valparaíso.
La captura de
la "Covadonga", después de tantos insultos americanistas, había caído
como una lluvia de azufre en el orgullo de la nación hispana. A pocos días de
concretarse la alianza de Bolivia como cuarto miembro, iba a tener lugar el
castigo contra Chile.
Méndez Núñez,
al mando de la escuadra española, recibe la orden de saldar las cuentas morales
bombardeando el puerto de Valparaíso. La instrucción agregaba que sólo debería
hacerlo en caso de que Chile atacara a la flota con los recién creados torpedos
pues, curiosamente y en una insólita situación, hasta las oficinas del gobierno
había llegado una oleada de "inventores" proponiendo toda clase de
ingenios explosivos para atacar a los españoles, incluso con planos en mano de
creativos artilugios de guerra que anticiparon tecnologías muy posteriores,
como un submarino moderno ("buque-cigarro", redescubierto naufragado
en nuestros días en el fondo marino), minas eléctricas y misiles auto
desplazados.
Puede que los
españoles realmente no creyeran en el uso de estos ingenios, pero bien se sabía
en España (potencia de tradición navegante) del valor que el puerto de
Valparaíso en el Pacífico era para Chile, más estratégico y primordial que lo
percibido tal vez por los propios chilenos. Un castigo allí sería un perjuicio
feroz. Centro comercial del continente, sombra que naturalmente había opacado
la importancia del Callao y los demás puertos peruanos, Valparaíso era la posesión
más preciada del país, y su garantía de éxito en la proyección y control
marítimo en el hemisferio como centro de su futuro desarrollo como potencia, lo
hacían blanco predilecto de alguna potencia. Sería, entonces, la penalización
ideal por todo lo sucedido.
Muy decidido,
y haciendo caso omiso a los intentos nacionales y extranjeros por disuadirlo
(que iban desde ruegos hasta abiertas amenazas), Méndez Núñez envió nota al
cuerpo diplomático internacional y a la Gobernación de Valparaíso, con fecha 27
de marzo, donde anunciaba el irrevocable plan de bombardeo e incendio del
puerto, ya que no podía librar combate naval, pues hacía notar que las fuerzas
chileno-peruanas se encontraban aún en el Sur. Ésta era la razón, además, de
que la ciudad que no veía fortificaciones ni buenas artillerías de defensa
propias desde la Colonia, se encontrara en alto riesgo, indefensa y al alcance
de todas las iras del español. Al instante, el comandante Rodger, de los
Estados Unidos, y Lord Denman, de Inglaterra, increparon duramente la decisión
de Méndez Núñez.
Mientras esto
ocurría, habitantes y comerciantes de Valparaíso abandonaban masivamente la
ciudad y Covarrubias, siguiendo un consejo norteamericano en un iluso intento
final, propuso a los españoles esperar la llegada de los navíos y trasladar la
guerra mar adentro, a diez millas del puerto y con Estados Unidos como juez, al
más puro estilo de un duelo limpio de armas. Obviamente, la propuesta hizo
aguas.
Los chilenos
abrigaron hasta el último e ingenuo instante, la esperanza de que las fuerzas
de la Península no concretaran el vil ataque que, a todas luces, ya era
inminente. Más de la mitad de los habitantes del puerto se quedaron en él sin
abandonarlo y exponiéndose innecesariamente. Ante la incapacidad de detener
esta marejada, un comunicado firmado por los cónsules de Austria, Bélgica,
Brasil, Bremen, Colombia, Dinamarca, Estados Unidos, Guatemala, Hamburgo,
Hannover, Holanda, Islas Sándwich, Italia, Noruega, Portugal, Prusia, San
Salvador, Suecia y Suiza, manifestó una condena internacional a lo que estaba a
horas de suceder, donde decían al unísono:
"La
historia no presentará, por cierto, en sus anales ningún suceso que pueda
rivalizar con el horror al cuadro que presentaría el bombardeo de esta ciudad".
Los porteños
llenaron de banderas chilenas la totalidad del puerto, en un gesto final de
patriotismo, aun encima de la tremenda adversidad. Las más majestuosa estaba
izada en un enorme mástil del Cuartel de Artillería, a un lado de la actual
Escuela y Museo Naval.
La
represalia, finalmente, comenzaría el 31 de marzo, aquel histórico día en que
"El Mercurio de Valparaíso" no pudo ser publicado. La escuadra
conformada por la "Blanca", "Villa de Madrid",
"Resolución" y "Vencedora", apunta desde corta distancia, a
unos 600 metros, sus cañones en la madrugada al puerto. La poderosa
"Numancia" se presentó, pero sin participar del bombardeo.
Desde cerca
de las ocho se acumulan miles de porteños mirando desde los cerros lo que
estaba por ocurrir, cuando comienza el dantesco espectáculo de destrucción y
fuego, a las nueve y diez minutos. La plaza central de la ciudad recibió la
mayor parte del castigo. Pero, en un muy simbólico hecho, la bandera chilena
elevada en el Cuartel de Artillería motivó un curioso ensañamiento de la
"Villa de Madrid", que, por largo rato, se esmeró en intentar
derribar el enorme pabellón como una alegoría final del castigo español contra
Chile. Tras hacer esfuerzos titánicos con la puntería, sólo consiguieron
inclinarla al cortar uno de sus vientos, pero sin lograr echarla abajo, lo que
motivó una ruidosa celebración de los chilenos presentes en las alturas.
Luego de tres
horas y de un saldo milagrosamente bajo de muertos, pero millonario en daños
materiales, la flota terminó su violenta andada hacia el mediodía, y partió
hacia el Callao con la intención de darle al Perú un castigo similar.
Vale advertir
que, durante el brutal bombardeo, las fuerzas inglesas y norteamericanas que
podrían haber bloqueado e impedido perfectamente tamaña agresión, se
desentendieron en último momento. Al marginarse Taylor Thompson, representante
de Inglaterra, le seguiría Rodgers por consejo de Denman y por su temor de
comprometer solo a los Estados Unidos en la delicada tarea de disuadir a las
fuerzas del conflicto. Al ver cómo los navíos españoles calibraban sus cañones,
las flotas inglesa y norteamericana se retiraron silenciosamente, apagando la
esperanza de única defensa que podría haber tenido Valparaíso, cuya calidad de
puerto comercial y escenario pacífico no tenía ninguna capacidad para resistir
un ataque de tales proporciones. El coronel (R) Ernesto Márquez Vial, director
del Centro de Estudios Históricos Lircay, declararía en interesante charla
expuesta en viernes 31 de mayo 2002 en la NAO Santiago de la Hermandad de la
Costa, al cierre de las actividades del Mes del Mar, sobre esta situación, un
juicio que resume perfectamente lo sucedido en aquella jornada histórica:
"Entonces
aprendimos otra lección, que cuando se es pequeño y débil, los grandes no se
interesan en protegernos... Aprendimos que la seguridad nacional empieza por
ser fuerte, por mantener unas fuerzas armadas, incluida una escuadra cuya sola
existencia sirva de disuasivo a potenciales enemigos".
Pero una vez
en aguas peruanas, a los hispanos les esperaba una fuerte contraofensiva, pues
el Callao era una verdadera fortaleza gracias a que el presidente Prado se
había encargado de reforzarlo urgentemente con minas y cañones, entre los que
figuraban modelos Armstrong y Blakeley, tal vez los más modernos de la época,
operados por un cuerpo de artilleros de reconocida excelencia que certificaban
la capacidad de dar un combate a distancia.
De este modo,
el día 2 de mayo, y tras ocho horas de lucha encarnizada de sus baterías de
puerto, el Perú logró repeler a la flota hispana, que partió herida de vuelta a
la península. Los españoles se retiraron celebrando también la sensación de ser
triunfadores, aunque con toda seguridad no habían logrado lo que en la
indefensa costa de Valparaíso.
Terminaba así
la disparatada aventura, una gran victoria, pero con innegable sabor a derrota
para Chile - pese a todo lo que puedan decir los historiadores y académicos
ahogados en su propio orgullo patriota - por los costos formidables
consecuentes, que resultaron en cambio prácticamente nulos para el Perú, quien
saboreó el dulce néctar de la gloria con un saldo claramente positivo.
Irónicamente,
el brillante triunfo de la alianza había resultado para Chile más caro que una
derrota.
Bombardeo de Valparaíso
en 1866
Ingratitud
del "aliado": Perú celebra la desgracia chilena.
La mayor
infamia iba a protagonizarla, sin embargo, el mismo país que había sido centro
de esta alianza a su favor. Salvo por en el caso del presidente Mitre, liberado
ya de sus antiguas hipocresías americanistas y de las juras a la hermandad con
Chile, el episodio del bombardeo e incendio del puerto provocó un estallido de
odio generalizado contra España en todo el continente, que persistió por largos
años.
Pero esa es
sólo la mitad de la historia, pues un hecho tan negro y falto de ética como el
propio bombardeo (o peor, a nuestro parecer) vino a seguir la destrucción de
Valparaíso.
Por increíble
e inaceptable que pudiese sonar, al llegar a Lima la noticia de la destrucción
del primer puerto chileno, dirigentes y chusmas se volcaron en una verdadera
fiesta popular, celebrando la caída de aquel Valparaíso que había opacado por
décadas sus aspiraciones por concentrar en el Callao el control comercial
naviero y el dominio regional del océano. Este hecho es cuidadosamente omitido
por historiadores peruanos y sus escribas chilenos que acarician aún el mismo
entreguismo americanista que nos llevó a tal desastre. El historiador Espinosa
Moraga, en cambio, describe cómo este bombardeo fue ampliamente celebrado en la
prensa y la sociedad peruana de entonces, festejo que también tuvo ecos en La
Paz y Buenos Aires, dejando al descubierto la inferioridad naval
"mapochina", y demostrando que Chile nunca había tenido amigos en su
vecindad fronteriza. Por lo tanto, las bases mismas de la inspiración de la
alianza no tenían sustento en la cabeza, sino en elogio del corazón, como bien
dijo Gonzalo Bulnes.
En un tácito
sentimiento de supremacismo reforzado por el rotundo triunfo en el Callao (contrastado
con el triste espectáculo de indefensión en Valparaíso) la sociedad peruana
comenzó a mirar con burla y suspicacia la destrucción del puerto chileno. Poco
antes, el propio Perú había intentado obstaculizar la compra de armamentos de
su aliado chileno para esta guerra, interesado en preservar el dominio
marítimo.
Ya entonces,
comenzaba a asomarse una campaña comunicacional muy típica de los estados
beligerantes o enemigos, cuando se pone empeño en presentar a un adversario
como cobarde y miedoso con la intención de generar una expectativa optimista
ante la eventualidad de un conflicto armado contra el mismo, recurso que se vio
muy frecuentemente en el Perú desde poco antes de la Guerra del Pacífico en
contra de Chile.
Con este
afán, se fraguaron en Lima toda clase de historietas sobre la inferioridad
chilena, la incapacidad de dar guerra, la sumisión de sus fuerzas militares,
etc. Se decía, por ejemplo, que baterías de defensa apostadas en Valparaíso
habrían sido inutilizadas por los propios chilenos en un gesto de súplica final
a los españoles para evitar el ataque, o que naves de guerra chilenas (también
inexistentes allí) habrían escapado del lugar para evitar comprometerse, tal
vez confundiendo la salida de las embarcaciones norteamericanas e inglesas con
las chilenas, que por entonces aún se hallaban en Chiloé. Mitos de esta clase
proliferaron con fuerza durante el Gobierno de Pardo y aún subsisten en el
folklore anti chileno del Perú. La realidad es que Valparaíso estaba indefenso
y, de hecho, el cuerpo de la Artillería de Marina, de la Artillería Cívica
Naval y los batallones del Ejército que estaban en la ciudad, debieron
parapetarse tras los edificios a la espera de cualquier indicio de posible
intento español por desembarcar, saliendo sólo para ayudar a los valientes y
arriesgados bomberos a apagar los enormes incendios que provocó el bombardeo.
Demás está
recordar que el Cuartel de Artillería de Valparaíso no contaba con ningún cañón
útil y, sin embargo, enarboló desafiante la bandera chilena hasta el tope, la
que no pudo ser derribada a pesar de la potente embestida, como hemos dicho.
Costos
materiales y estratégicos de la disparatada aventura americanista.
Como lo hace
notar Encina, es don Gonzalo Bulnes quien resume perfectamente el costo de esta
calaverada en una corta frase:
"Chile
pagó los vidrios rotos, vació sus arcas, contrajo empréstitos y presenció
cruzado de brazos que le despedazaran a balazos su primer puerto".
La
destrucción material se avaluó en de unos $14.733.700 sólo en Valparaíso,
distribuibles de la siguiente manera (Fuente: "Historia de Chile", F.
A. Encina):
Edificios
Particulares
$633.000
Edificios
Fiscales
$550.700
Muebles-Mercaderías
Particulares
$1.500.000
Muebles-Mercaderías
Particulares (chilenos) en Almacenes Fiscales
$3.700.000
Muebles-Mercaderías
Particulares (extranjeros) en Almacenes Fiscales
$8.300.000
Otros Daños
$50.000
Y el total de
costos de la guerra tuvo para Chile unos $32.000.000, cifra estratosférica para
la época. Negro panorama para un país que, producto de la grave crisis
comercial que había marcado el tránsito por los últimos años, al iniciar la
guerra tenía sus arcas fiscales absolutamente vacías, lo que obligó a conseguir
créditos externos e internos, e incluso financiamientos por la vía de
donativos.
Los intentos
por estimular a la banca internacional para otorgar préstamos al Estado de
Chile tuvieron magros resultados, pues los banqueros, obligados a la sensatez y
el realismo que exigen los negocios, veían el conflicto con España como un
disparate injustificado, temiendo especialmente por la ruina de Chile terminado
el conflicto y calculando en 25 años sus posibilidades de reconstrucción. Sólo
después del enfrentamiento y pasado el peligro, la banca accedió a acuerdos con
el Gobierno.
Sin embargo,
la destrucción a las posibilidades y expectativas económicas ha de haber sido
tan superior al daño material; tanto así que los propios autores de esta
carajada intentaron, más tarde, esconderla de los anales históricos y evitar el
juicio de la memoria. Así, Santa María le escribía a Aníbal Pinto, el 16 de
febrero de 1879, con la Guerra del Pacífico encima:
"Los
diarios y los mítines no son barómetros para nada. No olvidemos la enseñanza
que nos dio la guerra con España".
Por su parte,
Vicuña Mackenna se referiría por aquel entonces ante el Senado -en un muy
entreguista discurso para ceder el debate por la Patagonia en favor de la
Argentina- a lo que llamó "la tristísima parodia que se llama guerra de
España, causa principal, sino única, de la dolencia que hoy nos postra".
Otro saldo
negativo comprometió a todo el continente, al dejarse llevar por la visceral
reacción emotiva que históricamente ha puesto en aprietos una y otra vez a la
diplomacia de los pueblos de la América Latina, destruyendo el comercio con
España por todo el Pacífico, y a pesar de que la Península era la puerta de
entrada al Mediterráneo. No menos grave fue la reacción casi xenófoba contra
los españoles, actitudes que alentaron los americanistas tras lo ocurrido en el
puerto. Aunque casi no hubo agresiones y la pulcritud moral de Antonio Varas
logró calmar la ira de las chusmas, muchos comerciantes y empresarios españoles
fueron detenidos durante las semanas siguientes al bombardeo. Se recordará que
su influencia en el comercio los había convertido en una importante fracción de
la generación de trabajo en Chile, pero eso no impidió que muchos fueran presos
en Santiago y expulsados por decreto el 28 de marzo de 1866. Sus bienes no les
fueron expropiados, pero las condiciones en que quedaron significarían la ruina
de casi todos ellos.
El 27 de
septiembre de 1871, el ministro chileno Adolfo Ibáñez Gutiérrez logró firmar
con su símil peruano, José Loayza, un convenio para someter a arbitraje las
cuentas de la guerra contra los españoles. Tras declinar el ministro argentino
Félix Frías como árbitro, se encargó la tarea a Cornelio Logan, ministro de la
Unión de Estados Americanos en Santiago, quien falló a favor de Chile con una
cuenta de $476.000. Una nada según la mayoría de los autores, considerando el
daño ya provocado. Por otro lado, el desmoronamiento del mito generalizado en
el continente sobre la excelencia del material naval chileno sólo alentó los
ánimos confrontacionales de países vecinos. La guerra había dejado en tal grado
de evidencia la inferioridad naval que se dio por necesidad reforzar la vieja
escuadra de madera. Cumpliendo con el lamentable principio pragmático alojado
en lo profundo de la idiosincrasia chilena, cual es esperar que las desgracias
ocurran para tomar precauciones al respecto, se dio a Valparaíso esa protección
que había sido evadida por décadas, fortificando el puerto e incorporando las
corbetas "O'Higgins" y "Chacabuco" gracias a un préstamo
otorgado por la J. S. Morgan y Cía. en 1869. Otras voces insistirían en la
adquisición de buques como los blindados que Simpson había salido a comprar sin
éxito a Estados Unidos y luego a Inglaterra, compra que, sin embargo, estuvo
postergada por largo tiempo y sólo se restituyó con el peligro de guerra
prácticamente encima, gracias al ministro Cifuentes.
Como hemos
dicho, la victoria peruana del Callao ocurría poco después del papelón en
Valparaíso. Las comparaciones eran inevitables y no necesariamente surgidas de
la mala fe, salvo por la proliferación de interpretaciones peruanas que
caricaturizaron cruelmente el daño infligido al vecino país, como también hemos
visto. Fue casi inevitable, entonces, que la evidente indefensión chilena
apareciera junto al refuerzo de la marina de guerra peruana y a sus pruebas de
superioridad dadas durante el conflicto, expandiéndose con formidable rapidez
el deseo íntimo del Perú por recuperar la primacía en el Pacífico, condición
que consideraba perdida por culpa de Chile desde la Guerra de 1836-1839 y que
acababa de descubrir más cerca de lo que nunca antes hubiese creído.
Con un enorme
retraso, el 22 de octubre de 1866 -varios meses de terminado el conflicto-
habrían de llegar los dos acorazados peruanos desde Inglaterra:
"Huáscar" e "Independencia". Para hacer justicia, es bueno
destacar que una parte de la Armada del Perú se mantuvo agradecida de la ayuda
chilena contra España. Pero, como veremos, para los políticos y el populacho en
general la inyección del sentimiento de superioridad en el ser colectivo
peruano con la llegada de estas naves, multiplicó por cien sus deseos
hegemónicos y de reivindicación comercial.
Esta pérdida
de la capacidad de Chile para disuadir adversarios tuvo resultados
devastadores. Revelado ya su enanismo naval, proseguiría una seguidilla de
hostigamientos, intrigas y desafíos diplomáticos que, en pocos años, obligaron
a revisar el tratado de límites firmado en 1866 con Bolivia y a soportar un
nuevo y delicado nivel de negociaciones con la Argentina para dar una vía de
salida al litigio por la Patagonia oriental. Gran ridículo aquél, por el que la
sufrida nación debió transitar a causa de los nefastos -y a veces también
belicosos- señoritos americanistas, que exponían a Chile, a pesar del triunfo,
a una burla casi generalizada de los grupos de enemigos que existían en
Sudamérica por la destrucción de su principal puerto, sentimiento que convivía,
sin embargo, con las reacciones de desprecio hacia España por tamaño crimen.
La pérdida
del potencial económico de Valparaíso como puerto principal del Pacífico Sur
fue, sin duda, el peor saldo de todo el inventario de pérdidas y daños
provocados por la guerra. No sólo se hundió a pique la importancia continental
de Chile en el mar del Sur, sino también la estrecha relación cultural y
comercial que se había ido forjando con el Viejo Mundo producto de este
intercambio, permitiendo al Perú recuperar casi instantáneamente este
predominio. La importancia en el Pacífico que tenía Valparaíso nunca volvería a
ser recuperada como era antes de aquel año, desencadenando un daño tremendo. Su
preponderancia se perdió al punto de que relegó a Chile al destino de ser un
país de segundo orden, pues el Pacífico y su control era primera y más realista
posibilidad de nación para entrar al selecto clan de las potencias del mundo,
aprovechando la natural y estratégica relación de su territorio con las costas,
tal como lo advirtiera Portales años antes.
Chile había
renunciado, así, a su propio destino, condenándose a sí mismo al subdesarrollo
y al enclaustramiento de la región. Todo, gracias al delirio de un grupo de
fanáticos que aún dan visos de existencia.
Costos
diplomáticos.
Definitivo
aislamiento de Chile.
Deslealtad
peruana.
Como hemos
dicho, una ola de agresividad comenzó a arrastrar a la clase política y militar
peruana en aquellos años posteriores a la guerra. La muerte del presidente
Castilla y el desorden que se produjo en el Perú, permitieron la postergación
de las tensiones diplomáticas que estaban por comenzar entre ese país y un
Chile carente ya de todo poder para imponer respeto en la agitada vida vecinal
del continente. Ni siquiera la cuantiosa ayuda dada por Chile al Perú y al
declaradamente anti chileno presidente Balta tras el tremendo terremoto que
asoló la costa desde Arica a Guayaquil, el 13 de agosto de 1868, poco después
de su ascenso al poder (siendo la primera nación en reaccionar solidariamente
tras este episodio), pudo impedir más que por un breve plazo la creciente
movilización peruana de acercamiento a Bolivia y Argentina con miras a
concertar una política estratégica y común contra Chile y a consolidarse así en
el nicho de potencial marítimo y comercial que Chile había dejado abandonado,
flotando frente a las costas pacíficas tras el bombardeo.
A los ojos de
la psicosis americanista, se creía terminado el período de guerras de
reconquistas, derrotando a un enemigo tan poderoso como España. La descabellada
gestión de Lastarria en Buenos Aires, sin embargo, habría de dejar una
impresión de debilidad extrema ante los argentinos, pues ponía en el tapete la
huella de la existencia de entreguistas y americanistas frenéticos operando en
las altas esferas políticas de Santiago, que a la larga les resultarían
sumamente beneficiosos para el enemigo en la controversia por la Patagonia oriental.
Si la destrucción de Valparaíso mostró frente a sus narices a los peruanos la
debilidad militar y autodefensiva de Chile, la misión de Lastarria y el
ministerio de Covarrubias ponían en evidencia, ante los argentinos, la desnudez
y la extrema debilidad de la diplomacia chilena, rayana en la ineptitud
absoluta.
Para empeorar
las cosas, y guiados por la misma ignorancia con que interpretaron las
intervenciones europeas en Santo Domingo y México, los americanistas de La
Moneda y del Congreso fueron incapaces de comprender lo que realmente ocurría
en el Conflicto de la Triple Alianza contra el Paraguay, pretendiendo castigar
horrorizados al Brasil, la Argentina y el Uruguay con el reproche moral,
especialmente contra la nación carioca. El acuerdo de alianza entre las tres
naciones contra el país guaraní se firmó el 1º de mayo de 1865, precisamente
cuando Lastarria comenzaba a advertir el carácter de irremediable fracaso de su
misión en Buenos Aires. Se recordará que Lastarria también había recibido un hiriente
"no" como respuesta de Río de Janeiro a la propuesta de alianza
contra España, antes de partir a la Argentina, cuando el soberano Pedro II ni
siquiera mostró algún indicio de interés en el tratado de mutua defensa
continental.
Dentro de la
moral guiada por el mito de la hermandad continental de los americanistas, la
impresión de que estos tres países eran capaces de establecer alianza contra un
hermano y, sin embargo, no hacerlo en favor de otro (el Perú) y en contra de
una potencia extracontinental (España), cayó como soda cáustica en sus almas,
especialmente en las impresiones contra el Brasil. Y el Cielo sabe cuánta falta
le haría a Chile, poco después, el apoyo renunciado tras este absurdo
alejamiento con el Brasil, al sentir encima el filo de la espada de la
Argentina y de los "aliados" peruano y boliviano, con quienes el país
amazónico mantenía sus propias controversias y, por lo tanto, posibilidades de
entendimiento con Chile.
Con estas
medidas neófitas, Chile no sólo se negaba a aceptar la realidad de no contar
con países amigos en la región, sino que descartaba -unilateralmente y sin
provocaciones- las únicas posibilidades de encontrar una nación de intereses
afines en la vecindad americana.
Al final del
gobierno de Pérez, en 1871, el aislamiento del país en el continente era total.
Sucedido por Federico Errázuriz Zañartu, colocó a don Abdón Cifuentes en el
Ministerio de Justicia y de Culto e Instrucción Pública, desde donde restauró
el plan de compra de blindados para la Armada, mismo que el mandatario descartó
tantas veces. También propuso la creación del Ministerio de Relaciones
Exteriores desligándose a la Cancillería del Ministerio de Interior.
La
restitución tras el daño a las relaciones con España, por otro lado, se dio en
1871 por iniciativa de los Estados Unidos e involucrando a los cuatro ex
aliados americanos. Chile había sacrificado sus oportunidades de amistad con la
nación hispánica que tanto en común tenía históricamente, a pesar de que la
fiebre americanista imposibilitaba la visión de estas simpatías, cegadas por el
deseo de forzar semejanzas con las naciones de la comunidad vecinal que, a la
larga, terminarían convertidos en los verdaderos enemigos históricos, más allá
de los fantasmas de enemistad contra España.
La explotación
del guano y el salitre permitió al Perú reponer rápidamente sus pocos costos de
guerra. Conforme avanzaba el negocio del nitrato, comenzó a fraguar la
posibilidad de cancelar todas sus demás deudas por la vía de la
sobreexplotación de las calicheras, para lo cual era necesario monopolizar de
la extracción. Estamos, de este modo, en los orígenes de la entrada peruana al
conflicto que culminaría con la Guerra del Pacífico.
Si el asunto
había fundado lazos de efímera unidad entre algunos círculos chilenos y
peruanos, en el sentir de este pueblo por el resquemor derivado de la entrada
de los chilenos hasta Yungay en 1839 y alimentado cuidadosamente por
propagandistas y revisionistas, no se extinguía. No pasaría demasiado tiempo
para que, después de sus festejos por la destrucción de Valparaíso, volvieran a
demostrar su infinita ingratitud motivada por un nacionalismo crónico. Espinosa
Moraga escribe, de este modo:
"...la
guerra con España hizo saltar en mil pedazos las compuertas que un último
retazo de sentido común había levantado para contener el alud que amenazaba
arrasar con el país entero en aras de la quimera de la unión americana. Esta
nueva quijotada precipitó de bruces a Chile del lugar relevante que ocupaba en
el continente al de potencia de segundo orden. No contentos con este dislate,
los políticos de la Moneda empujaron al país por la senda resbaladiza del
desarme, al paso que sus vecinos incrementaron con grandes sacrificios su
poderío bélico para aplicarlo a la tarea de desplazar definitivamente a Chile
del lugar que había conquistado con su tesón y espíritu luchador."
Conforme
pasaron los meses, además, en el Perú había cundido la idea de que la
participación chilena en el conflicto había sido una intromisión injustificada,
un abierto intervencionismo en el curso de su historia y una medida que imponía
la voluntad chilena a materias que eran de exclusivo ámbito peruano, haciendo
la situación más patética aún. En este ambiente, Manuel Pardo asumió la
Presidencia del Perú en agosto de 1872. Inició de inmediato la ofensiva final
del Perú para materializar sus intenciones en alianzas concretas con los países
vecinos. Amigo del futuro presidente de Chile, don Aníbal Pinto, Pardo sólo
interpretaba el ánimo político del Perú que para los pocos visionarios como
Cifuentes e Ibáñez Gutiérrez era bastante evidente. Sin embargo, Pinto, que a
la sazón se desempeñaba como ministro de Guerra de Errázuriz Zañartu, jamás
creyó siquiera en la posibilidad de que su viejo amigo peruano abrigara un
ápice de hostilidad o ingratitud contra su país. Afortunadamente, en marzo,
Cifuentes había conseguido reflotar el proyecto de compra de blindados.
Chile, a
costa de sus valiosos territorios, recursos y de sus armas, hacía un enorme
sacrificio al luchar por Perú, destruyendo sus relaciones con España sin tener
arte ni parte en un conflicto absolutamente ajeno, al que el delirio
americanista y las fantasías de una "reconquista" le arrastraron como
el peso muerto de un buque náufrago. Sacrificio que ni siquiera sirvió para
cultivar simpatías o lealtades, como quedaría claro unos años después, con su
firma de un tratado con Bolivia en contra de Chile, en la gestación de la
guerra: el Pacto Secreto de 1873, al que se incluyó inicialmente a la
Argentina. Y, al contrario de lo que estas naciones aleguen hoy en día sobre
sus razones para firmar la alianza contra Chile, están las declaraciones del
diputado Dr. Guillermo Rawson, quien fue uno de los pocos parlamentarios
argentinos que votó contra la alianza anti chilena, denunciándola como un pacto
de agresión que no tenía nada de defensivo y que sólo interpretaba la voluntad
del Perú, interesado en monopolizar la producción de salitre que tenía, como
centro, precisamente a los territorios disputados entre Chile y Bolivia en Atacama.
Después de
toda esta aventura irracional y descabellada, el Perú pagaba de esa manera a
Chile el enorme esfuerzo inspirado únicamente en motivaciones desmedidas e
irreales. Es así como, en nuestros tiempos, una columna del diario peruano
"La República" del 12 de mayo de 2005 ya nos presenta la versión
"revisada" de la solidaridad chilena para el Perú en la Guerra contra
España, bajo la columna titulada "Estúpidos hubo siempre":
"En
septiembre de 1865, Chile le declaró la guerra a España. De inmediato, Chile
envió a Domingo Santa María a Lima con el propósito de que el Perú, que ya
había sufrido la invasión de las islas Chincha, se sumase -pero en plan
subordinado- a la causa en contra del crepuscular imperio español".
Ahora, fue
Perú el que en realidad habría salido a ayudar militarmente a Chile, luego de
que este país le declarara la guerra a España por razones que, parece ser, ya
no importan...
Un buen final
literario y malagradecido para tan nefasta aventura americanista.

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