Por Antonio Acevedo Hernández.
Los viejos, sentados a la orilla del mar, queman sus
cigarrillos y piensan en las macabras caravanas vestidas de seda, del pecado
tan fascinante y tan. fugaz. Se estremecen todavía al recordar a las
maravillosas mujeres, venidas desde todos los rincones del mundo, a
Antofagasta, a cambiar pecados por oro, a confundir lágrimas con risas, y
placer, con muerte.
Ni los marinos que hacían la carrera al norte, orillando las
costas de Chile, ni los bolivianos dueños del predio en que se alzaría
Antofagasta, tenían la menor idea de que un día seria uno de los puertos más
importantes del Pacífico. Antofagasta nacería sobre tierras y mar de La Chimba
o Peña Blanca, nombres ya casi olvidados.
Pero vino un hombre: el Chango López, Juan López. que al
decir de la gente informada no era. chango, sino huaso de Copiapó. Lo cierto es
que fue ese hombre quien descubrió y habitó, solitariamente, La Chimba, o Peña
Blanca. También descubrió el agua de la quebrada de Cerro Moreno, edificó un refugio
y se dio a explorar el tremendo desierto que un día tuvo un parto milagroso:
entregó el nitrato del Salar del Carmen, y también el Cerro de la Plata
rebautizado por los descubridores, con el nombre de Caracoles, una de las
riquezas más grandes que ha dado el planeta.
Monumento a Juan López
El Chango López, el primer habitante de Antofagasta, era
minero; en busca de fortuna arribó a esa zona; trabajó desesperadamente, cerca
de las manos tuvo la riqueza; la cogió alguna vez, más el destino adverso le impidió
cobrar el fruto de su esfuerzo. López fue el símbolo de la mala suerte.
Unos franceses de apellido Latrille, se enriquecieron
explotando las guaneras: don José Santos Ossa y don Francisco Puelma
encontraron el salitre y don José Diaz Gana, asociado al barón Guillermo Arnoux
de Riviere, el fantástico Cerro de la Piala. Dos expediciones habían practicado
en busca del cerro legendario, sin provecho alguno; las manos del destello le
hicieron daños estuvo a punto de retroceder; pero determinó hacer una nueva
tentativa. El barón Arnoux se fue a Francia, pero dejó el dinero para la nueva
Intentona. Y fueron hombres de minas los que encontraron el famoso Cerro de la
Plata. Sus nombres hay que anotarlos: el jefe de la expedición fue Simón
Saavedra y los acompañantes, Ramón Méndez (Cangalla), José Méndez, Ramón Porras
y Ezequiel Reyes. La hazaña se cumplió o debió cumplirse el 13 de mayo de 18881
no siendo segura esa fecha.
José Santos Ossa
Francisco Carabantes
José Díaz Gana
La voz de la plata se oyó en todos los corazones aventureros:
millares de hombres de minas, comerciantes, mujeres y trabajadores inundaron
Caracoles. Fueron muchos los pedimentos, muchas las minas. Los senos de la tierra
no se cansaban jamás de dar plata. El roto de Chile acudió el primero; no le
arredraba el desierto sin agua, quemante en el día, helado en la noche; él reía
y cantaba. Los poetas populares hicieron versos elogiando a los descubridores
chilenos. Y surgió una copla:
"Viene un enganche y me engancho,
y me voy pa. Caracoles;
y de allí 'traigo hartos soles.
pa' remoler con los Mauchos."
Se vio de nuevo la avidez de California y Chañarcillo. La voz
de la fortuna es cosa de encanto: es dolor, duda, temor y acumulaciones de
deseos. ¿La muerte? ¿Qué significa la muerte, si al margen de ella se puede
encontrar la fortuna?
Para llegar a Caracoles, a 180 kilómetros de la costa, había
que entrar por Cobija, hoy ciudad muerta; la distancia aparente es corta; pero
la ruta, espantosa. Y he aquí cómo Caracoles determinó la creación de
Antofagasta, mísera aldea sin porvenir antes de ese descubrimiento.
Dos hombres animosos, Don Francisco Bascuñán y don Justo
Peña, fueron a Caracoles, descubrieron minas y resolvieron lanzarse al desierto
en busca de una ruta más corta. Fuerte era la aventura, pero la intentaron.
Bajaron la serranía y tomaron un cauce muerto, o tal vez una quebrada, y al
cabo de unas peripecias trágicas se encontraron en La Chimba, que después fue
Antofagasta, el hogar y la esperanza del Chango López.
Corto, relativamente, resultó. el camino: los aventureros y
los hombres de empresa lo aceptaron; perdió cobija su prestigio y en la tierra
del Chango sin tierra, Juan López surgió un poblado que, en muy poco tiempo,
sería el floreciente puerto de Antofagasta, con prensa, iglesia, bomberos,
escuelas, teatros, industrias, etc.
Debió fundarse corno aldea en 1868. Es interesante anotar que
los tratadistas están en desacuerdo con la fecha de la efectiva fundación de la
aldea de Antofagasta y también del puerto.
El factor más importante en la fundación de Antofagasta fue
sin duda el descubrimiento del camino que acortaba la distancia entre la costa
y el mineral de Caracoles: pero nadie presintió lo que llegaría a ser.
Si se considera que en Caracoles la población alcanzó a
20.000 habitantes, que sumados a los del salitre formaron una gran cantidad, y
que Antofagasta era una ciudad llena de comercio, debernos admitir que esa
gente Invadiría al puerto en busca de esparcimiento. Le era necesario separarse
del desierto demoledor, En Antofagasta lo encontraría todo, desde las cosas más
apremiantes, hasta el vino y el amor. Por lógica la ciudad debió ser el más
resonante sitio de riqueza y vicio.
La Placilla de Caracoles 1873
Con el descubrimiento de los minerales de Caracoles y
Huanchaca, que alzaron sus altos hornos en Antofagasta, que derramaban un río
de metal precioso sobre la dudad, vino La edad fantástica, increíble, de la
población: envueltos en el brillo del oro, formaron allí su aquelarre los siete
pecados capitales.
El dinero se ganaba a manos Llenas. En verdad, costaba
esfuerzo. pero ¿qué podía importarte al estupendo roto el esfuerzo? Los
establecimientos de Huanchaca, Templemann y Caracoles reunían, como se ha
dicho, muchos obreros que ganaban mucho dinero y vivían la peor de las vidas.
Derrochaban sus ganancias y su salud: estaban desatendidos por las autoridades
y eran diezmados por los caciques políticos sin más perspectiva que enriquecer
a los ricos y jugar sus vidas con los dados de la muerte.
La ciudad, en aquel tiempo, semejaba una mancha de sombra
Junto a la claridad del océano; parecía un gran pulpo succionador de vidas.
Poseía muchas calles, donde vivía la gente de trabajo y los maestros; pero
había una nombrada Nuevo Mundo donde medraban las casas de amor, frente a cuyos
portales brillaban los más fantásticos faroles.
Plano de Antofagasta 1873
En toda su extensión reinaban las canciones y las cuecas ---
entonces, zamacuecas -- y en todos los sitios la razón suprema era la
embriaguez. con su cortejo temible de incoherencias. Los rotos aparecían con
los bolsillos rebosantes de monedas, que arrojaban a la calle, como quien dispara
pedruscos.
El más insignificante pedía cien vasos de ponche. El amor iba
con el que poseyera más fuerzas o mejor supiera esgrimir el corvo, ese mismo
corvo que hiciera célebres a los soldados del Batallón Atacama formado por
mineros.
Hubo pecadoras célebres. Se dice de una que, sorprendida en
Santiago buscando esclavas blancas, y a la que, para dejarla en libertad, le
exigieron como garantía una crecida suma que no llevaba encima, dejo en prenda
sus joyas, avaluadas por la autoridad en 500.000 pesos de aquella moneda en peniques. Ese
medio millón representaba, proporcionalmente, trozos de vida del pueblo de
Chile, tan sufrido y tan desorientado.
También las calles 12 de febrero y Angamos. Hoy Manuel
Antonio Matta-- lucían esa especie de negocios.
Y había uno más, un tanto oculto disimulado, que llegó a ser
el punto de reunión de toda la ciudad, sin distinción de clases. Llamábase Las
Delicias del Canario. Atraía, probablemente, ese nombre, por parecer arrancado
de algún relato de piratería. Un día, alguien escribirá la novela de aventuras
de Antofagasta y hará una obra de gran palpitación.
Los viejos, sentados a la orilla del mar, queman sus
cigarrillos y piensan en las macabras caravanas vestidas de seda, del pecado
tan fascinantes y tan. fugaz. Se estremecen todavía al recordar a las
maravillosas mujeres, venidas desde todos los rincones del mundo, a
Antofagasta, a cambiar pecados por oro, a confundir lágrimas con risas, y
placer, con muerte.
A. A. H.
Antonio Acevedo Hernández
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