“Es fantástico e
increíble, pero estrictamente verídico: Urmeneta vivió en el Tamaya dieciocho
años. Su caso no tiene precedentes, no se parece a nada. En este lapso sus
hijos crecieron -descalzos y semidesnudos-, su esposa tomó la apariencia de una
mendiga, y él mismo estragado por el hambre y la obsesión, llegó a parecerse a
un espectro.
Cierto día, en octubre del año 52, su desastre culminó. No
teniendo ya con qué comer ni con qué pagar a sus hombres, se resolvió a darse
por vencido y puso en venta la mitad de su pertenencia. Pero no encontró
interesados, porque nadie quería la mina maldita”
José Tomás Urmeneta
De nuestra consideración: ¿Que tenían ellos que llegaron a lo
más alto y, que nos falta a nosotros?
Cualquiera que mirase la imagen de José Tomás Urmeneta podrá
emitir alguno que otro juicio, inclusive descalificador y totalmente entendible
sobre la oligarquía chilena en el siglo XIX, de la insensibilidad social y de
otros tantos atributos que, fueron menester de algunos, pero nunca de todos.
Sobre Urmeneta podemos afirmar que, fue un acaudalado, un visionario,
reconocido filántropo y amante de las artes, pero, por sobre todo, poseía una característica
que quisiésemos resaltar en este escrito y anhelamos poseer. La capacidad de
jugarse el todo por el todo en pro de un objetivo (un sueño).
Ahora bien. Si todos tuviésemos algo de Urmeneta, de López,
de Moreno, Almeida, Ossa y de otros tantos más, que grande sería nuestro país,
ejemplos hay para seguir, lo que ya no quedan son visionarios.
De los que hacen cortapisas (los chaqueteros de siempre) no
se preocupen por ellos, esos jamás se acabarán, tal vez por estos chacales ya no quedan
tantos emprendedores o visionarios.
Gracias a Enrique Bunster, afamado cronista de mediados del
siglo XX. Por el conocimos realmente a Urmeneta, puesto que, fue el, quién nos
mostró a este personaje en toda su existencia y grandeza. Entonces y en honor a
ambos, Bunster y Urmeneta. Va este escrito de manera literal.
Fundición y puerto de Guayacán 1872
Del libro Bala en boca:
El loco del burro
Entre 1851 y 1860, Chile fue el primer país productor de
cobre en el mundo. Después de perder esta posición privilegiada, la recobró en
1871 y la mantuvo hasta 1880. Había por entonces quinientas minas en trabajo, y
los cargamentos eran conducidos anualmente en sesenta veleros y sesenta vapores
con destino a los puertos de Europa y el Lejano Oriente.
Esto fue obra casi exclusiva del capital nacional, en una
época en que la explotación se hacía con sistemas anticuados y cuando aún no se
tocaba el mineral de Chuquicamata.
Este hermoso récord no tuvo nada que ver con la iniciativa o
la protección de los gobiernos: antes bien, fue conquistado a pesar de la
política estatal, que encarecía la producción con los impuestos desmedidos y
nada hizo por respaldarla en el exterior, no obstante que más de la mitad del
consumo mundial era de procedencia chilena. Para los estadistas el cobre ha
sido solamente un surtidor de ingresos fiscales: él sólo rendía más que la
agricultura y la ganadería reunidas.
La clave de aquella primacía estuvo en la inaudita riqueza de
las minas. Al paso que en Inglaterra se contentaban los productores con leyes
hasta del dos por ciento, en Chile se decía que una veta «era mala» cuando su
ley bajaba de diez.
Otro factor determinante fue el poderío de los hombres que
sostuvieron la industria. Como el carbón y el salitre, el cobre atrajo o formó
a los mayores magnates nacionales. Uno de ellos, don José Tomás de Urmeneta,
poseyó la más cuantiosa fortuna de la América del Sur.
Los orígenes de este auge se confunden con los albores de la
Independencia, y es todo un símbolo el que los proyectiles de los cañones
libertadores se hayan fundido con el cobre nativo de Aconcagua y Atacama. De
esa época datan las primeras exportaciones en gran escala, cuando la Compañía
de Calcuta, de don Agustín de Eyzaguirre, empezó a mandar sus cargamentos a los
puertos de la India (1819), Contemporáneo es también el arribo de los primeros
«indiamen», buques hindúes fletados por la British East India Company (la más
fuerte empresa particular del orbe, con armada y ejércitos propios), que venían
a buscar el metal rojo a cambio de trigo y el té de Ceylán.
En pos de los traficantes llegaron los mineros y hasta los
fundidores -tan rápidamente se extendió la fama del chilean copper-; y ya a
mediados del siglo existía en Guayacán, levantado por una sociedad inglesa el
célebre establecimiento de fundición con el que iban a relacionarse los grandes
negocios cupríferos.
Urmeneta entró en acción hacia 1834. La posteridad conoce la altura
a que alcanzó y la envergadura de la obra que legó a su patria. Lo que suele
ignorarse es el punto desde donde empezó a subir y las circunstancias que
determinaron su encumbramiento fabuloso.
Este legítimo rey de la minería nació en Santiago en 1808 y
murió en Limache en 1878. Era un retoño de esa inmigración vizcaína que hizo la
prosperidad y el prestigio de Chile y que en nuestros días se ha visto
reemplazada por la inmigración semita. La muerte de sus padres lo dejó huérfano
a los diez años. A los quince, el hermano que lo protegía le costeó su traslado
a Providence, Rhode Island, Estados Unidos, para que estudiase comercio. Al
regresar, cuatro años después, ya pudo bastarse a sí mismo, pagando el pasaje
con el producto de su primer negocio: la venta de un cajón de agujas. El hombre
excepcional se anunciaba en sus actos. Habiéndole sido adjudicada su parte de
la herencia familiar, renunció a ella en favor de sus hermanas, no pidiendo
otra cosa que una mancerina sin valor, recuerdo sentimental de su madre.
Después de una segunda salida al extranjero para completar su aprendizaje
mercantil, vino a establecerse en la hacienda de Sotaquí, departamento de
Ovalle, de la que era propietario su amigo don Mariano Ariztía. Allí contrajo
matrimonio con doña Carmen Quiroga, y es importante saber que la única dote que
novia y novio aportaron, fue «la decencia de sus personas».
El objeto de su establecimiento era hacerse cargo de la
administración de la hacienda, que Ariztía le había confiado más por caridad
que por conveniencia... Pero desde el momento mismo de instalarse allí, sus
miradas se posaron sobre un cerro que divisaba desde el corredor de la casa: el
cerro Tamaya.
(Literal) Está éste situado a veinte kilómetros al N. O. del
pueblo de Ovalle, en la banda septentrional del río Limarí, y corre de norte a
sur con una altitud de 900 metros. Su aspecto es salvaje y desolado. Su sola
utilidad era una vetita de cobre, ya medio bronceada, de la que extraían metal
para la manufactura de utensilios domésticos.
Contrariando la opinión de los mineros y cateadores, el joven
Urmeneta se forjó la idea de que esta montaña podía esconder un vasto
yacimiento. El origen de su intuición es un misterio; sólo se sabe que, con la
ayuda pecunaria de su protector, tomó en arriendo un pique abandonado, casi en
la cumbre del cerro, y comenzó a trabajarlo con sus pobres medios.
A poco de iniciarse las faenas, los barreteros tropezaron con
una buchada que hizo de su explorador un pequeño potentado. La producción,
enviada a Inglaterra, significole una ganancia de doscientos mil pesos de 48
peniques.
Pero la bonanza no debía pasar de allí. El pique se broceó, y
en dos años se tragó la mayor parte de los haberes del empresario.
Inmutable ante el fracaso, éste denunció otra mina
abandonada, la de El Durazno, que creía más cercana a la supuesta veta matriz,
y empezó a horadarla en la roca viva. La nueva empresa consumió los restos de
su capital. Arruinado, tuvo que sacar a su mujer y a sus niños de la casa de
Sotaquí y llevárselos consigo a un rancho de adobes y techo de totora que
levantó en la falda del cerro. Los paisanos le hicieron blanco de su lástima y
de sus burlas. Por su costumbre de movilizarse en un asno -que otro lujo no
podía permitirse-, le llamaron «El Loco del Burro».
Es fantástico e increíble, pero estrictamente verídico:
Urmeneta vivió en el Tamaya dieciocho años. Su caso no tiene precedentes, no se
parece a nada. En este lapso sus hijos crecieron -descalzos y semidesnudos-, su
esposa tomó la apariencia de una mendiga, y él mismo estragado por el hambre y
la obsesión, llegó a parecerse a un espectro.
Cierto día, en octubre del año 52, su desastre culminó. No
teniendo ya con qué comer ni con qué pagar a sus hombres, se resolvió a darse
por vencido y puso en venta la mitad de su pertenencia. Pero no encontró
interesados, porque nadie quería la mina maldita.
En tal momento decisivo -gran momento de la historia de
Chile-, el noble Ariztía acudió una vez más en su ayuda y le entregó cuarenta
mil pesos para que jugase su última carta.
La perforación se reanudó, y dos días después, en el lugar
denominado Frontón de Campino, a 330 varas de profundidad, las barretas
cortaron un filón de un metro ochenta de grueso y de ley del sesenta por
ciento.
¡La veta cuprífera más grande y rica jamás encontrada en el
mundo!
«No ha habido minero -dice un historiador- que haya merecido
más ampliamente su suerte y su caudal».
De un día para otro, el Tamaya solitario pasó a ser el mágico
imán que atraía a los soñadores de riquezas. Sus laderas se poblaron de
cateadores afanosos, y una en pos de otra fueron descubriéndose nuevas minas.
El cerro entero era un depósito de cobre de leyes descomunales.
Urmeneta frisaba entonces en los cuarenta y cuatro años. Se
le describe como un hombre de airoso porte, parco y glacial a simple vista,
pero poseedor en el fondo de una sensibilidad incomparable.
Sus virtudes fueron recompensadas con largueza. El solo Pique
Urmeneta, como se llamó a la mina descubridora, le produjo diez millones de
pesos. Las otras vetas, que posteriormente fue comprando, han debido rendirle
cuatro o cinco veces más.
Su tenacidad fenomenal y sus rentas inmensas permitiéronle
imprimir a sus empresas un impulso del que no había ejemplo en el país. Las
faenas de extracción se modernizaron mediante poderosas maquinarias movidas por
el vapor y manejadas por operarios traídos de Inglaterra. Al pie de la montaña
surgió una población, y un camino expresamente labrado dio paso a los convoyes
de mulas y carretas que transportaban el mineral hasta la costa. Navíos de
Liverpool, Swansea y El Havre venían a estacionarse en Coquimbo a la espera de
su embarque.
Ficha Minera Tamaya
Las exportaciones debían hacerse en bruto, porque la
fundición inglesa de Guayacán había fracasado y se hallaba paralizada. En 1858,
Urmeneta decidió que el cobre chileno debía fundirse en Chile, y sin dilación
compró el establecimiento y se dio a la tarea de reacondicionarlo.
Lo que no habían conseguido los británicos, lo logró él a
fuerza de práctica y paciencia. Mezclando en cierta porción (secreto suyo) los
óxidos con los sulfatos, obtuvo un abaratamiento y una aceleración del fundido
que habilitaron a la usina para volver a encender sus fuegos. La dirección del
negocio corría a cargo de don Maximiano Errázuriz, su yerno predilecto, con el
que había formado la sociedad Urmeneta & Errázuriz. Era la mayor fundición
de su especie en el continente, después de la de Lota: daba trabajo a
cuatrocientos hombres y consumía cada año 25.000 toneladas de carbón. El Humo
de sus treinta y cinco hornos ennegrecía el cielo del lugar, y su resplandor,
por las noches, era el faro que guiaba a los buques al entrar en la bahía.
El nuevo multimillonario se tomó un memorable desquite de sus
años de miseria. El esplendor y magnificencia de su vida hicieron época en la
sociedad chilena. En los alrededores de Limache compró para su solaz una
estancia de quinientas cuadras, que fertilizó con obras de regadío y forestó
con especies exóticas, hasta convertirla en un lugar de ensueño. En la capital
(calle de las Monjitas) levantó un palacio suntuoso al costo de quinientos mil
pesos. Construido en piedra y en estilo gótico inglés, este edificio tenía
puertas de maderas preciosas y vitrales coloreados a fuego. Sus salones y
vestíbulos llegaron a reunir la más valiosa galería de arte conocida en
Santiago. Fiestas y bailes feéricos lo tuvieron por escenario, y su celebridad
lo pobló de leyendas. Se decía que los duendes se daban cita en sus enormes
habitaciones y que en una de las torrecillas, disimulada por la yedra, existía
una salida secreta por donde el dueño de casa escapaba en horas nocturnas.
A la puerta del palacio había una berlina con caballos y
lacayos importados de Inglaterra. En días de spleen o de ocio, el magnate se
hacía conducir a Valparaíso. Allí lo esperaba el Dart, su yate a vapor de
doscientas toneladas, con camarotes principescos y tripulación de uniforme. A
su bordo embarcose una vez con el naturalista Philippi y el fotógrafo Helsby, y
salió a vagar por el Pacífico. Parodiando a Colón, gratificó al vigía que
primero divisó la tierra de Juan Fernández. Haciendo él mismo de piloto, puso
la proa a la Oceanía y fue a dar a Tahití, el edén de las vaina que se entregan
por una sonrisa.
Favorito del éxito y la fama, se vio aureolado de todos los
honores que podía apetecer. Fue hecho diputado (1858) y senador (1861);
presidió los directorios de los ferrocarriles fiscales, fue juez de la Corte
Suprema y consejero de Gobierno; y en el colmo de su triunfo (1870) lo ungieron
candidato a la Presidencia de la República, que se le escapó de las manos por
causa de la intervención electoral.
Los que de él se mofaron un día, cuando cabalgaba en el burro
de la pobreza, han debido mirarlo después con estupefacción supersticiosa, como
si en él se hubiese encarnado el héroe de un cuento legendario.
El incesante crecimiento de la producción hizo insuficiente
la capacidad de Guayacán. Teniéndolo previsto, Urmeneta planeó y ejecutó en dos
años el montaje de una nueva planta fundidora. El lugar elegido fue la bahía de
Tongoy, a treinta kilómetros al sur de Coquimbo, sobre una caleta que antaño
utilizaron los balleneros y cuya playa estaba cubierta de restos de cetáceos.
La imponente fábrica significó un desembolso de un millón de pesos, y fue
traída des Alemania en un barco expresamente fletado. Inaugurada en 1868, se la
exhibió como el más acabado exponente de la industria pesada nacional.
Comprendía nueve hornos de reverbero y otras tantos de manga; potentísimos
chorros de aire multiplicaban la liquidación de los metales. Frente al
establecimiento debieron construirse tres muelles de fierro, dotados de equipos
de vagonetas y grúas a vapor. En la cercanía se formó una población de mil
quinientas almas.
¡Las realizaciones que hoy están reservadas a los gobiernos y
a los trust financieros, las llevaba a cabo un hombre solo, con sus propios
medios y sin respaldo de nadie!
Su audacia y dinamismo no se detuvieron aquí. En plena era
del ferrocarril, resultaba anacrónico el que los minerales se siguiesen
transportando en carretas..., y entonces encargó a Errázuriz que hiciera
construir un camino de hierro desde las minas hasta Tongoy, y luego otro desde
Guayacán hasta Cerrillos, para empalmar con el F. C. de Coquimbo.
Las dos líneas, de una extensión conjunta de cincuenta
kilómetros, se entregaron al servicio entre 1859 y 1868, y fue su costo de un
millón y medio de pesos. Los rieles treparon por las faldas del Tamaya hasta su
cumbre misma, casi a novecientos metros de altura; y hasta allí subieron los
trenes, arrastrados por dos y tres locomotoras, para recoger el tesoro que
fluía del fondo de los piques.
Simultáneamente Urmeneta había terminado de comprar las
restantes minas del cerro, y a la fecha explotaba las más ricas de entre ellas:
la Almagro, la Murciélago, el Borracho, Arenillas, Las Ánimas, Campaniño y San
Lázaro. La fama de su fuerza colosal repercutió en el exterior: en la Mining
Review de Chicago, un articulista le llamó «The mining Genius of Chile».
José Tomás Urmeneta
Fueron esos los años en que el cobre alcanzó su récord
histórico. Ferrocarriles y fundiciones no daban abasto: en 1871 Guayacán casi
se fundió a sí misma (al decir de un humorista) entregando su cifra tope de
cuatro millones de kilos en barras y seis millones en lingotes. La usina sólo
dejaba de funcionar seis horas en el año: lo justo para limpiar las tuberías de
sus hornos. Tongoy apenas le iba en zaga, y la producción de las dos mantenía
ocupada en su acarreo al grueso de la flota mercante nacional.
Sobre el hombre del Tamaya caía la riqueza como un aguacero.
Desbordándose, ésta tuvo que ser canalizada en otras direcciones, en negocios
que ya casi escapaban al control de su dueño. Durante los últimos años de su
vida el rey del cobre abordó la industria vinícola, plantando en Limache la
viña que sería famosa y cuya administración confió al segundo de sus yernos,
don Adolfo Eastman. Intervino a la vez en las empresas carboníferas, explotó la
plata y el oro en catorce minas de Punitaqui, Tambillos, Arqueros, Huasco y
Andacallo. Del mismo modo estuvo comprometido en los cultivos experimentales de
la seda y la betarraga de azúcar. Su fortuna llegó a estimarse en setenta
millones de pesos.
Si no fue aún más poderoso, es porque practicó el principio
de que hay que hacer algo por el prójimo.
Se mencionan entre sus gestos filantrópicos el obsequio de un
lazareto y dos escuelas al pueblo de Limache y la subvención de seis colegios
en las poblaciones mineras; la fundación de la Casa de Orates de Santiago, el
mantenimiento del Hospital de San Vicente y el pago de la mayor parte de las
obras del cerro Santa Lucía. Como amante del arte, fue un mecenas que mandó a
perfeccionarse en Europa a pintores y escultores que más tarde alcanzaron la
celebridad. Sin ser banquero ni prestamista, financió los proyectos
industriales y comerciales de cuanta gente buscó su ayuda. Entre los
favorecidos se cuenta el Gobierno de la República, al que facilitó trescientos
mil pesos para la construcción del ferrocarril Santiago-Valparaíso.
Sus donaciones espontáneas no pueden casi enumerarse. Con la
misma generosidad con que hizo restaurar las iglesias de La Estampa y la
Viñita, dotó de equipo al Cuerpo de Bomberos, proporcionó su yate durante el
conflicto con España, socorrió al vecindario de Valparaíso a raíz del bombardeo
y encabezó todas las listas de suscripciones para la erección de los monumentos
que adornan la capital.
Los legados y pensiones llenan páginas y páginas de su
testamento. Pocos días antes de morir, entregó a Eastman una orden escrita
encargándole que sus funerales se hiciesen sin ninguna ostentación «pues quería
que la que se había de gastar en una ceremonia, se repartiera entre los
pobres».
Sus exequias tuvieron el brillo de una apoteosis. El templo
de San Francisco fue estrecho para contener a la multitud que desfilaba ante la
capilla ardiente; y un acompañamiento popular de millares de personas marchó en
pos de la carroza. Lo lloraron y lo despidieron como a un benefactor de la
nación.
Referencias:
Bala en Boca
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/bala-en-boca--0/html/ff78a072-82b1-11df-acc7-002185ce6064_3.html